25 septiembre 2015

Ratzinger y la idea de universidad


Acabo de hacerme con un libro que merece la pena: Razón abierta. La idea de universidad en J. Ratzinger / Benedicto XVI, de Marcos Cantos Aparicio (profesor de dogmática de la Universidad Eclesiástica de San Dámaso, de Madrid), coeditado por la Universidad Francisco de Vitoria y la Biblioteca de Autores Cristianos [BAC]. El volumen reúne 54 discursos del papa Benedicto XVI que giran sobre el tema universitario, precedidos por un estudio del profesor Cantos Aparicio, que, dicho en la jerga académica, se limita a ser una repetición de las lecciones del pontífice. Es un libro útil, aunque tal vez hubiera bastado una selección de discursos (los de Tubinga, Collège des Bernardins, Regensburg -Ratisbona-, y el nonato de La Sapienza...), porque es fatigoso leer muchas repeticiones en discursos de circunstancias. En esos pocos que merecen el recuerdo se nota "el lápiz" de Ratzinger. Todos se encuentran en la página web de la Santa Sede [Benedicto XVI], de donde los ha extraído y seleccionado el profesor Cantos Aparicio.

En realidad, este libro trata más de las enseñanzas del papa Benedicto XVI, y no tanto de las de aquel profesor Ratzinger de las universidades alemanas de Bonn, Münster, Tubinga y Regensburg. Entre uno y otro oficio (el de profesor, y el de sumo pontífice), ha mediado el desempeño de cargos eclesiásticos: primero, arzobispo de Munich y Frisinga (1977-1982), y a continuación el de cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1981-2005), donde Ratzinger permaneció, es muy llamativo, casi tantos años como los dedicados a la docencia (1951-1977). En las librerías se encuentran muchos libros que insisten sobre la figura del profesor Ratzinger, pero ninguno sobre el inquisidor Ratzinger, a pesar de que en ambas posiciones ha ejercido una gran influencia eclesial. Pero alguien tiene que hacerlo, alguna persona debía desempeñar entonces el oficio ingrato de defender a la Iglesia de las herejías, y le tocó a Ratzinger, elegido por su amigo Karol Wojtyla.

En general, el desempeño de una profesión es antitético con la libertad propia del profesor universitario. Un clérigo, un funcionario, se deben someter a los estatutos que gobiernan su profesión, mientras que un profesor tan sólo debe obedecer a su conciencia. Este conflicto es aún más agudo si se trata de un oficio eclesiástico, en contraste con el de teólogo. Lo explicaba muy bien Immanuel Kant en sus escritos polémicos sobre El conflicto de las facultades (1798). En aquella ocasión Kant recibió testimonio del desagrado regio por sus escritos sobre religión, y se le prohibió escribir más sobre el asunto. El caso de Sócrates se repetía en la Albertus-Universität Königsberg. Pero entre Sócrates y Kant aún debe mencionarse el caso del Aquinate. Santo Tomás de Aquino fue en su tiempo un teólogo modernista (si se nos permite la licencia de llamarlo así), atento y receptivo a las corrientes intelectuales de su tiempo (hodiernus). Aristotélico cuando el averroísmo estaba bajo sospecha. Después de su muerte algunas de sus tesis fueron condenadas por el obispo de París. Bien puede ser que Santo Tomás, patrón de las escuelas y de los estudiantes, también merezca ser invocado como el santo protector de los teólogos libres y perseguidos.

Los discursos de Ratzinger en Regensburg, o en La Sapienza, o en Tubinga..., no pueden adjudicarse, así como así, a aquel antiguo Herr Professor, aun cuando a veces contengan evocaciones de sus años académicos. Su gran prestigio como teólogo y como  perito del Concilio, no se vio anulado, pero tal vez sí contrarrestado en su proyección pública por el ingrato desempeño de la prefectura del Santo Oficio. Así, cuando en este libro editado por el profesor Cantos Aparicio leemos las "ideas de J. Ratzinger", no tenemos más remedio que preguntarnos ¿a qué Ratzinger nos referimos? ¿Al docente de Tubinga, o al cardenal prefecto en Roma?

Una preocupación de Benedicto XVI es hallar la esencia de la universidad, que encuentra en el lema quaerere verum, propio de las de las comunidades monásticas y escuelas catedralicias altomedievales. La universidad busca la verdad, ha enseñado el papa Benedicto XVI. No parece posible entender del todo este empeño de Ratzinger por explicar el origen antiguo de la universidad, sin tener noticia de los principios plasmados en la Magna Charta Universitatum, que fue otorgada en la celebración de los 900 años de la universidad de Bolonia, y firmada el 18 de septiembre de 1988 por 388 rectores europeos [Magna Charta]. 

Hasta hoy la Magna Charta Universitatum ha sido suscrita por 776 universidades de 81 países [signatory universities]. Representa pues un gran consenso universal sobre la institución. Aquí están representadas las lenguas y las culturas del mundo entero (la occidental, la africana y la oriental, mucho menos la islámica). Falta la Universidad Hebrea de Jerusalén, aunque hayan firmado tres universidades israelíes (entre ellas la más antigua, el Technion de Haifa). Están ausentes del documento las universidades rigurosamente confesionales. En el caso español, es interesante reseñar la presencia entre los signantes de la Universidad de Navarra, o la Universidad de San Pablo-CEU de Madrid (pero no la Universidad Francisco de Vitoria, o la Eclesiástica de San Dámaso). Eso evidencia que un ideario religioso no debe estar reñido con que se compartan principios comunes a escala planetaria (me parece hermoso que figure entre las universidades firmantes, la que hoy se llama Immanuel Kant Baltic Federal University, heredera de la Albertina [IKBFU]).

Una nota destacable de esta Magna Charta Universitatum, donde difiere de la enseñanza del pontífice, es que ha desterrado de sus declaraciones la palabra "Verdad". Dice su primer principio: "La universidad —en el seno de sociedades organizadas de forma diversa debido a las condiciones geográficas y a la influencia de la historia— es una institución autónoma que, de manera crítica, produce y transmite la cultura por medio de la investigación y de la enseñanza". ¿Es que la universidad ya no tiene por misión buscar la Verdad? ¿La cultura es otra cosa que la verdad? Esto hay que comentarlo.

Se da por supuesto la doctrina filosófica sobre la verdad [truth]. Para ser sumarios, enfoquemos la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino (Iª, q. 16, "de veritate") [CTh], donde sostiene unas tesis de gran interés, de plena vigencia. Hay que observar, como principio, que la definición de la verdad como adaequatio rei et intellectus, Santo Tomás dice tomarla del filósofo hebreo Isaac Israeli; lo que dice mucho del ambiente internacional y multicultural de las primeras universidades.

En la vida cotidiana, a la modesta escala de las cosas sencillas, todos entendemos qué es verdad. Decir la verdad es llamar a las cosas por su nombre. Pero la ciencia de las cosas muy grandes o muy pequeñas explica que no hay una representación única y privilegiada de la realidad. No sabemos con certeza cómo es el universo a gran escala, o en sus elementos más ínfimos, porque nuestra mente es limitada. Esto es extensible al conocimiento de los sistemas sociales y culturales, y también a las creencias. Tendríamos que ser como dioses para entenderlo todo de una vez. Por eso hoy no se acierta a explicar bien qué significa que la mente se adecue, se haga igual (adaequatio) a las cosas. Ni por tanto tampoco se entiende qué es la verdad.

Con todo, Santo Tomás de Aquino nos propone unas tesis muy valederas sobre la verdad. Comienza afirmando que la ciencia trata de las cosas verdaderas (scientia verorum est), que en realidad no es más que un truismo (eso es decir que la ciencia trata de las cosas que se representa la mente como verdaderas, esto es, como presentes en el intelecto). La mente, dice, tiene propensión a la verdad (verum nominat id in quod tendit intellectus), lo que de nuevo es afirmar otra tesis compartida por todos (que la mente propende a conocer las cosas). La verdad es así de simple, pero Tomás añade una precisión importante: la verdad está en la mente (terminus cognitionis, quod est verum, est in ipso intellectu). Y precisa que las cosas también se dicen verdaderas, en la medida en que se refieren a la mente (secundum quod habet aliquem ordinem ad intellectum). Conocer la verdad es conocer la misma conformidad de la mente con las cosas (conformitatem istam cognoscere, est cognoscere veritatem).

Estas tesis tomistas son máximamente asentibles. Sin embargo, decir que la Universidad busca la verdad, no parece suficiente como definitorio de la institución, siquiera sea que como proposición usual la aceptase el mismo Kant. La verdad como propensión de la mente hay que darla por supuesto en cualquier tarea intelectual, si no queremos negar a la mente misma. Por eso la invocación de la verdad, en un contexto académico, parece una fórmula vacía. Así que debemos aceptar como más explicativa la definición que ha acuñado la Magna Charta de Bolonía: la universidad es una institución que, de manera crítica, produce y transmite la cultura. La referencia de la universidad es la cultura, la vida humana, no la verdad, y su tarea es la producción y transmisión de cultura de manera crítica ("artibus litterisque colendis et provehendis").

Benedicto XVI sigue estrechamente la doctrina de Santo Tomás. En el discurso que iba a pronunciar en su visita al Studium Urbis, la antigua universidad de Roma que tiene la fortuna de llamarse "La Sapienza" [vat], repetía una fórmula del filósofo Jürgen Habermas, la sensibilidad por la verdad, como tarea universitaria, y específicamente de las facultades filosófica y teológica. Decía también: "¿Qué tiene que hacer o qué tiene que decir el Papa en la universidad? Seguramente no debe tratar de imponer a otros de modo autoritario la fe, que sólo puede ser donada en libertad... tiene la misión de mantener despierta la sensibilidad por la verdad; invitar una y otra vez a la razón a buscar la verdad, a buscar el bien, a buscar a Dios...". Estas últimas palabras, en que Benedicto encadena como tarea la búsqueda de la verdad y de Dios, como si fuesen términos que se implican, exigen otro comentario.

Es también tesis de Santo Tomás de Aquino que Dios es la primera y mayor verdad (non solum in ipso sit veritas, sed quod ipse sit ipsa summa et prima veritas). ¿Qué quiere decir esto, que Dios sea la verdad, via, veritas et vita? Muchas veces leemos que "hay que buscar la verdad, y puesto que Dios (o el Logos) es la Verdad, la primera tarea intelectual será buscar a Dios". Decir esto, a mi juicio, es un paralogismo. Es un error porque Dios no puede ser término de nuestra mente, que pueda hacerse igual (adaequare), como si la mente se divinizase: no, porque Dios no es una cosa (res). Y Santo Tomás lo dice: no sabemos qué es Dios (nos non scimus de Deo quid est, S.Th. Iª, q.2, a.1). El sentido de la tesis tomista de que Dios es la Verdad, es muy distinto al que usualmente quiere darse.

Dice Santo Tomás que la mente divina es medida y causa de todo lo que es, y de toda otra mente, y eso es el ser y el inteligir de Dios (suum intelligere est mensura et causa omnis alterius esse, et omnis alterius intellectus; et ipse est suum esse et intelligere) [CTh]. Pasaje muy difícil, de inconfundible ascendiente aristotélico, pero cuyo sentido es claro. Dios no es el término de nuestras mentes, sino causa de nuestras mentes; aunque esto no lo sabemos si no aceptamos que Dios existe, lo que está en discusión (otros dirán que la causa de nuestra mente es la materia, o que la mente es una propiedad intrínseca del universo). Tampoco sabemos si Dios sea algo muy distinto de una mente, que la mente humana no se pueda representar. Postular la analogía entre la mente humana y la divina supone el riesgo de hacer a Dios semejante al hombre, como si Dios fuese una inmensa mente cibernética que gobernase el universo. Algo hay de abusivo e injustificado en esta representación plástica de la divinidad, cuando la filosofía y la teología intentan apresar a Dios en un esquema. Por eso Dios no puede ser objeto de ninguna ciencia positiva, ni de ninguna facultad universitaria.

Una conclusión tan extrema debe justificarse. Recurro para eso a otro principio tomista donde la conclusión debe ser la misma: la lex aeterna (S.Th. I-IIª, q. 93) [CTh]. La ley eterna es la razón de la sabiduría divina. Dios ha constituído todas las cosas como su artífice (Deus per suam sapientiam conditor est universarum rerum, ad quas comparatur sicut artifex ad artificiata), y las gobierna en todas sus actividades (est etiam gubernator omnium actuum et motionum quae inveniuntur in singulis creaturis), y por eso la razón divina es ley (ratio divinae sapientiae moventis omnia ad debitum finem, obtinet rationem legis). Y dice Santo Tomás, con palabras de San Agustín: el conocimiento de la ley divina está impreso en nosotros (aeternae legis notio nobis impressa est).

La ley divina tampoco puede conocerse. Esto es un argumento al que expresamente contesta Santo Tomás (ibid. q. 93, a.2, ad 1): lo propio de Dios, no puede ser conocido por nosotros, pero se nos manifiesta por sus efectos (ea quae sunt Dei, in seipsis quidem cognosci a nobis non possunt, sed tamen in effectibus suis nobis manifestantur). Así, la ley eterna tampoco puede conocerse en directo, en sí misma, en la mente de Dios, sino que se infiere de la marcha del mundo y de la vida de los hombres (otros dirán que esa ley eterna se confunde con las leyes de la materia).

Esta es la anomalía de la ciencia teológica: que no puede conocer su objeto. Santo Tomás ha sentado el principio (S.Th. Iª, q.3) de que no podemos saber qué sea Dios, sino qué no sea (de Deo scire non possumus quid sit, sed quid non sit). Representar a Dios como una mente (causa de toda mente), o como gobernador del universo (constituyente de una ley eterna), son, sin embargo, metáforas poderosas que sugieren el verdadero lugar de Dios: el principio de la mente, no el término de la mente. "Qué sea Dios" (quid sit) será entonces una pregunta inválida, porque nuestra mente, que está después de Dios, no puede pensarlo (pero sí e converso: Dios sí puede pensarnos, porque está antes de nosotros).

Esto nos conduce a plantearnos cuál puede ser el objeto de esa pretendida ciencia teológica. Santo Tomás dice (S.Th. Iª, q.1., a.7) que el objeto de una ciencia es aquello de que habla (illud est subiectum scientiae, de quo est sermo in scientia), y define a la teología como un "hablar de Dios" (quasi sermo de Deo), por lo que no duda de que Dios sea el objeto de la teología (¿no sería extraño que fuese de otro modo?). Aquí mismo encontramos la solución a nuestra perplejidad. Dios no puede ser objeto de una ciencia positiva, porque no es una cosa a la que podamos dirigir nuestro pensamiento. Pero sí podemos hablar sobre Dios, en el sentido amplio de hablar: argumentar, razonar, explicar, demostrar... Toda la teología (las descomunales summae), es un continuo e inacabado hablar de Dios. Y por eso sea una ciencia que con predilección se inclina a los libros.

Benedicto XVI ha dicho cosas muy valiosas sobre el lugar de Dios en la universidad, en su discurso en el Collège des Bernardins [vat]. Toma como base de sus reflexiones a dos autores: a San Pablo, y su máxima «La pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida» (2 Cor 3, 6); y a Jean Leclercq, monje benedicto, del que sigue de cerca su libro L’amour des lettres et le desir de Dieu, que conviene leer [Sígueme]. Estudiamos la ciencia de Dios en los libros, en las Escrituras, pero el sentido de lo que se estudia (lo que está antes de los libros, y antes de nosotros mismos, que nos hace comprender) es Dios mismo, que no es un objeto positivo de la ciencia, sino el sentido de toda ciencia. Ese es el lugar posible de Dios en la universidad, según lo exponía Benedicto XVI en su bello discurso, que yo no me atrevo ahora a resumir.

Y por hoy ya está bien. Algunas notas me dejo en el tintero; queden para mejor ocasión. (La imagen de arriba es un testimonio gráfico de la bronca que se armó en La Sapienza, cuando los profesores y alumnos de la facultad de física protestaron por la invitación a que el papa diese una conferencia en la universidad, que debió cancelarse [Repubblica]).

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