Nunca tuve una idea clara de quiénes son los jesuitas, más allá del diccionario: "Se dice del religioso de la Compañía de Jesús, fundada por San Ignacio de Loyola". Una definición que no me sirve, porque explica el significado del nombre (jesuita, de la Compañía de Jesús), pero que no dice en qué consiste ser jesuita. Los hay en todas partes del mundo (son misioneros), y hacen de todo (a mayor gloria de Dios). Nuestro escritor barroco Baltasar Gracián era jesuita, y el poeta inglés Gerard Manley Hopkins, y los teólogos Hans Urs von Balthasar, Karl Rahner, Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino. Y en fin, es jesuita el papa Francisco. ¿Qué tienen todos ellos en común? Pues sin exagerar digo que hasta ayer por la tarde no se me ha iluminado la mente sobre esta peculiar gracia (casi el carisma de lo no carismático, diría yo) que es llamarse, y ser, jesuita.
Durante la cuaresma, y ahora en Pascua, en mi parroquia estamos oyendo un ciclo de charlas sobre las Bienaventuranzas de un veterano jesuíta, el padre Adolfo Chércoles S.J. Todo un privilegio. Chércoles ha sido cura obrero (un ministerio o servicio que ya no entendemos, ahora que a los curas lo que les gusta es volver a vestir y lucir de cura). Fue misionero entre los guaraníes de Argentina y Paraguay y con los gitanos del barrio granadino de Almanjáyar, donde vive [ACHEESIL]. Tiene una chispa para atrapar a sus oyentes contando cuentecillos e historietas graciosas o edificantes, en el más puro estilo agádico. En esto imita a la figura de Jesús, en esa virtud suya de contar cuentos morales y parábolas. Y sabe explicar con mucho gracejo el evangelio, y las actitudes, muchas veces ramplonas, a ras de suelo, de sus personajes.
Cuando el jesuita Jorge Bergoglio fue elegido papa, una de las tardes que al padre Chércoles le tocaba dar su charla, me acerqué a él por los pasillos del salón de actos y le pregunté si iba a comentar algo del nuevo papa.
Cuando el jesuita Jorge Bergoglio fue elegido papa, una de las tardes que al padre Chércoles le tocaba dar su charla, me acerqué a él por los pasillos del salón de actos y le pregunté si iba a comentar algo del nuevo papa.
-No, es que no tenemos tiempo... Esta noche tengo que volver a Granada en autobús... - me respondió.
-¿Y qué le parece un jesuíta con carisma franciscano?
-¡Pues me parece bien! Es que el carisma franciscano es universal.
Realmente la figura de estos jesuitas, de Chércoles y del mismo Bergoglio, de torpe aliño indumentario al modo machadiano, esconde una significación nada evidente. Bergoglio usa zapatones, y Chércoles un chaleco vuelto, corrientucho (como el que usa en la imagen, que le vi ayer mismo). Pero las apariencias son lo de menos, como enseñó también Antoine de Saint-Exupéry por boca de su príncipe infante, en el más puro estilo ignaciano: on ne voit bien qu'avec le cœur. L'essentiel est invisible pour les yeux.
Porque el carisma jesuítico está ya explicado insuperablemente en la primera "anotación" de los Ejercicios espirituales de San Ignacio: "por este nombre, exercicios spirituales, se entiende todo modo de
examinar la consciencia, de meditar, de contemplar, de orar vocal y
mental, y de otras spirituales operaciones, según que adelante se dirá.
Porque así como el pasear, caminar y correr son exercicios corporales;
por la mesma manera, todo modo de preparar y disponer el ánima para
quitar de sí todas las afecciones desordenadas y, después de quitadas,
para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida
para la salud del ánima, se llaman exercicios spirituales".
Así que lo jesuítico, si vale decirlo así, es un proceso interior, no evidente ni visible. Lo visible (el poder, las riquezas, la altanería) nos separan. La bienaventuranza interior (la pobreza de espíritu y lo demás) nos une. Así me explico los gestos del papa Francisco. El Jueves Santo celebró la Misa en un correccional de menores de Roma, y le lavó los pies a doce jóvenes, entre ellos dos chicas, una de ellas musulmana. Un cura liturgista madrileño, de cuyo nombre no quiero acordarme, ha puesto el grito en el cielo, en un artículo publicado en La Gaceta de los Negocios, diciendo poco menos que hay que ver, que el papa no sigue las rúbricas del rito romano. Nuestro amigo el cura Carlos Ros, en hoja volandera de su "parroquia de papel", ha corregido a ese doctor en liturgia con mucha finura: “Cuando en la mesilla de noche se tiene de libro último de consulta el
Código de Derecho Canónico y las normas litúrgicas y no el Evangelio,
ocurre esto”.
Lo evidente, lo que ha hecho que se rasguen las vestiduras a los apegados a la letra, es que el papa no respetase las rúbricas (las "reglas que enseñan la ejecución y práctica de las ceremonias y ritos de la Iglesia católica en los libros litúrgicos", según el diccionario). Vaya por Dios, la letra. Pero lo esencial, lo no manifiesto a los ojos, es que el papa siguió el mandato del amor al prójimo, como en la parábola del buen samaritano, donde el Maestro nos enseñaba que la misericordia trasciende a las clases y las etnias. En lo esencial, que es invisible a los ojos, todos somos hijos de Dios. Esta me parece una gran lección ignaciana del papa Francisco (que ha querido recordar en su escudo, con una estrella de ocho puntas, a las ocho Bienaventuranzas).
Las conferencias del padre Chércoles S.J. sobre las Bienaventuranzas del evangelio están editadas. Pueden descargarse en pdf [aquí].
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