Todo libro tiene su edad, y aún no es el mismo libro a distinta altura de la vida del lector. Rayuela es novela de la juventud, pero Julio Cortázar, como don Quijote, frisaba la cincuentena cuando la publicó en 1963 y parece seguro que quiso retratar en la obra los anhelos y desengaños de su propia generación. Los lectores tal vez recorremos su misma trayectoria (que es la de cualquiera nacido de mujer), y conmigo se cumple, pues leí por primera vez Rayuela de adolescente, en 1979 (en un libro gris de la editorial Sudamericana que aún poseo, que compré en una librería de la calle Sierpes que ya no existe). Este verano del año que se celebra el cincuentenario de Rayuela, en que alcanzo la misma edad del autor, la he vuesto a leer con una perspectiva vital nueva y distinta sobre el mundo, la gente y la literatura. Hoy Rayuela me parece una obra literaria bella, emocionante, instructiva, necesaria.
Nada más haberla leído ahora he sentido también la necesidad de conocer mejor la biografía de Julio Cortázar. He ido a dar con una excelente, debida a Miguel Herráez (catedrático de la universidad CEU Cardenal Herrera de Valencia): Julio Cortázar, una biografía revisada [ed. Alrevés]. Es una auténtica biografía literaria, porque demuestra la imbricación de vida y letras (en el caso de Cortázar), sin deslizarse a la pura crítica literaria o, del lado opuesto, al chismorreo, sino manteniéndose en un elegante término medio. Porque además la vida de Cortázar (que casi lo único que hizo en sus días fue leer y escribir, viajar y amar a las mujeres) es una vida literaria en grado ejemplar.
Rayuela es ahora un clásico, la especie de libro que siempre merece ser leído. La mejor edición en España es la de Andrés Amorós [Cátedra], anotada como un virgilio, y es una lástima que por falta de caudales, o vaya usted a saber por qué, la Real Academia Española no haya patrocinado en esta ocasión una "edición conmemorativa" (2014 es el centenario de Cortázar), como sí hizo con Cien años de soledad [rae] o con La ciudad y los perros [rae]. Que Rayuela sea leída en muchas lenguas (v.gr. en polaco: Gra w klasy, traducción de Zofia Chądzyńska [wiki]) es un buen indicador del valor universal de la novela, contrastado por miríadas de lectores, devotos y estudiosos.
Rayuela es tan universal como el Quijote, hasta el punto de que como el paradigma cervantino es una parábola del desengaño y de la derrota de los ideales en el choque con la realidad. Una se despliega por los caminos de La Mancha, y otra, por las calles de París y de Buenos Aires. Don Quijote, trastornado de tanto leer novelas de caballerías, cree su misión derrotar enemigos, y Horacio Oliveira, otro gran lector trastornado, anhela una vida mejor, un kibbutz del deseo. Como el caballero andante tuvo a Sancho Panza de escudero, Oliveira tuvo una amante (la Maga) y un amigo (Traveler). Don Quijote siempre regresa con melancolía a la aldea, apaleado, enjaulado o derrotado por el bachiller. En Rayuela, Oliveira también padece la experiencia de la derrota y la degradación, juntándose a una clocharde (capítulo 36) o volviéndose loco en el mismo manicomio (capítulo 56). La belleza poética y literaria apenas encubre la crudeza de la realidad humana.
Por eso Rayuela es un clásico, porque hace de la vida literatura. Y es lo que buscamos los lectores en los buenos libros: reconocer nuestra propia peripecia vital en las fábulas. No hay gran historia sin dolor, contrariedad y pecado, como en los relatos de las vidas de San Agustín, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola o San Antonio María Claret. Pero la literatura, como pensaba Miguel de Cervantes, es encubrimiento de lo humano. Julio Cortázar encubre en Rayuela el patetismo del relato con el expediente de que el lector sea dueño de decidir cómo ha de leer, interrupiendo la narración a cada paso con textos extravagantes. Cortázar quiere que el lector guarde las distancias con la tragicomedia que le presenta. Por eso Rayuela, como el Quijote, pertenece al género cómico. Aunque el personaje de la novela que nos parece más risible, Berthe Trépat (capítulo 23), como cualquier figura de la vida real, acaba por resultarnos patético y lastimoso. Es la misma ambigüedad cervantina.
El lector con oído percibe en el Quijote un rumor continuo y la irrupción a cada paso de música, cantares, poemas y romances en el transcurso de las aventuras. La fiesta (como aquella de las bodas de Camacho) mitigan la seriedad con el regocijo. Es el ideal estético cervantino: que "el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla". En Rayuela las lecturas de otros lados, o la escucha de música de jazz o de Arnold Schoenberg, cumplen esa misma función de distraer al lector del melodrama que lee, intercalando como Cervantes en la narración principal otras historias accesorias.
Ambas novelas cumplen la paradoja de la máxima universalidad en la mínima localidad. Don Quijote cabalga por los caminos polvorientos de La Mancha, y cada personaje que se encuentra habla como sabe. En Rayuela, cada personaje habla como es. Es una novela escrita en argentino (una novela donde se ceba mate en lugar de moler café) y este particularismo extremo, que en parte la hace intraducible, es la clave de su universalidad, que todo lector entiende aunque no sepa inglés, francés o porteño. Es la manera de representarnos el desarraigo del hombre sobre la tierra, encarnado en Horacio Oliveira, a caballo entre París y Buenos Aires, como el mismo Julio Cortázar.
La historia de don Quijote y la novela Rayuela son tristes, porque Dios no aparece por lugar alguno. Don Quijote y Sancho Panza hablan mucho de religión, pero nada de sus creencias. Tampoco en Rayuela Dios existe, sea en París o en Buenos Aires, y por eso la esperanza de los personajes es siempre defectiva, entreverada de desesperación: un kibbutz del deseo. Santo Tomás de Aquino decía que en esta vida no podemos alcanzar la felicidad verdadera (perfecta et vera beatitudo non potest haberi in hac vita [cth]). Esa esperanza de felicidad, o kibbutz del deseo, es la que todos buscamos en el amor y la amistad, como los mismos personajes de la novela, porque también decía Santo Tomás, repitiendo a Aristóteles, que el hombre feliz necesita de amigos (si loquamur de felicitate praesentis vitae, sicut philosophus dicit in IX Ethic., felix indiget amicis [cth]). El fondo de tristeza de esta novela, que sea tal vez lo que atraiga a sus lectores jóvenes, es lo que asegura su extrema humanidad, apenas velada en literatura, música y poesía.
Imágenes: Cortázar invitado en la universidad de Berkeley, California (1980) [via], placa en la casa de la rue Martel de París [via], y cubierta de la edición polaca de Rayuela.
Rayuela es ahora un clásico, la especie de libro que siempre merece ser leído. La mejor edición en España es la de Andrés Amorós [Cátedra], anotada como un virgilio, y es una lástima que por falta de caudales, o vaya usted a saber por qué, la Real Academia Española no haya patrocinado en esta ocasión una "edición conmemorativa" (2014 es el centenario de Cortázar), como sí hizo con Cien años de soledad [rae] o con La ciudad y los perros [rae]. Que Rayuela sea leída en muchas lenguas (v.gr. en polaco: Gra w klasy, traducción de Zofia Chądzyńska [wiki]) es un buen indicador del valor universal de la novela, contrastado por miríadas de lectores, devotos y estudiosos.
Rayuela es tan universal como el Quijote, hasta el punto de que como el paradigma cervantino es una parábola del desengaño y de la derrota de los ideales en el choque con la realidad. Una se despliega por los caminos de La Mancha, y otra, por las calles de París y de Buenos Aires. Don Quijote, trastornado de tanto leer novelas de caballerías, cree su misión derrotar enemigos, y Horacio Oliveira, otro gran lector trastornado, anhela una vida mejor, un kibbutz del deseo. Como el caballero andante tuvo a Sancho Panza de escudero, Oliveira tuvo una amante (la Maga) y un amigo (Traveler). Don Quijote siempre regresa con melancolía a la aldea, apaleado, enjaulado o derrotado por el bachiller. En Rayuela, Oliveira también padece la experiencia de la derrota y la degradación, juntándose a una clocharde (capítulo 36) o volviéndose loco en el mismo manicomio (capítulo 56). La belleza poética y literaria apenas encubre la crudeza de la realidad humana.
Por eso Rayuela es un clásico, porque hace de la vida literatura. Y es lo que buscamos los lectores en los buenos libros: reconocer nuestra propia peripecia vital en las fábulas. No hay gran historia sin dolor, contrariedad y pecado, como en los relatos de las vidas de San Agustín, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola o San Antonio María Claret. Pero la literatura, como pensaba Miguel de Cervantes, es encubrimiento de lo humano. Julio Cortázar encubre en Rayuela el patetismo del relato con el expediente de que el lector sea dueño de decidir cómo ha de leer, interrupiendo la narración a cada paso con textos extravagantes. Cortázar quiere que el lector guarde las distancias con la tragicomedia que le presenta. Por eso Rayuela, como el Quijote, pertenece al género cómico. Aunque el personaje de la novela que nos parece más risible, Berthe Trépat (capítulo 23), como cualquier figura de la vida real, acaba por resultarnos patético y lastimoso. Es la misma ambigüedad cervantina.
El lector con oído percibe en el Quijote un rumor continuo y la irrupción a cada paso de música, cantares, poemas y romances en el transcurso de las aventuras. La fiesta (como aquella de las bodas de Camacho) mitigan la seriedad con el regocijo. Es el ideal estético cervantino: que "el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla". En Rayuela las lecturas de otros lados, o la escucha de música de jazz o de Arnold Schoenberg, cumplen esa misma función de distraer al lector del melodrama que lee, intercalando como Cervantes en la narración principal otras historias accesorias.
Ambas novelas cumplen la paradoja de la máxima universalidad en la mínima localidad. Don Quijote cabalga por los caminos polvorientos de La Mancha, y cada personaje que se encuentra habla como sabe. En Rayuela, cada personaje habla como es. Es una novela escrita en argentino (una novela donde se ceba mate en lugar de moler café) y este particularismo extremo, que en parte la hace intraducible, es la clave de su universalidad, que todo lector entiende aunque no sepa inglés, francés o porteño. Es la manera de representarnos el desarraigo del hombre sobre la tierra, encarnado en Horacio Oliveira, a caballo entre París y Buenos Aires, como el mismo Julio Cortázar.
La historia de don Quijote y la novela Rayuela son tristes, porque Dios no aparece por lugar alguno. Don Quijote y Sancho Panza hablan mucho de religión, pero nada de sus creencias. Tampoco en Rayuela Dios existe, sea en París o en Buenos Aires, y por eso la esperanza de los personajes es siempre defectiva, entreverada de desesperación: un kibbutz del deseo. Santo Tomás de Aquino decía que en esta vida no podemos alcanzar la felicidad verdadera (perfecta et vera beatitudo non potest haberi in hac vita [cth]). Esa esperanza de felicidad, o kibbutz del deseo, es la que todos buscamos en el amor y la amistad, como los mismos personajes de la novela, porque también decía Santo Tomás, repitiendo a Aristóteles, que el hombre feliz necesita de amigos (si loquamur de felicitate praesentis vitae, sicut philosophus dicit in IX Ethic., felix indiget amicis [cth]). El fondo de tristeza de esta novela, que sea tal vez lo que atraiga a sus lectores jóvenes, es lo que asegura su extrema humanidad, apenas velada en literatura, música y poesía.
Imágenes: Cortázar invitado en la universidad de Berkeley, California (1980) [via], placa en la casa de la rue Martel de París [via], y cubierta de la edición polaca de Rayuela.
Está bien que tanto uno, Cervantes, como otro, Cortázar y tantos otros, nos inducen a pensar, a plantear las cuestiones, unas, otras, que conforman la vida y el ser humano, en general. Esto es la base de leer, y con substancia, que cuando terminas un libro ya no eres el mismo que cuando lo empezaste. Y ambos lo logran.
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