02 junio 2014

G.K. Chesterton lee los evangelios

Estoy leyendo el libro apologético de G.K. Chesterton, El hombre eterno (The everlasting man, 1925). Su biografo, el fraile dominico Ian Ker [Oxford], ha escogido para la edición de Everyman's Library [review] la segunda parte de esta obra, "On the man called Christ". Chesterton se propone defender la divinidad de Jesús, adoptando la posición del materialista, para desestimarla por absurda o irracional: "in the first section I often treated man as merely an animal, to show that the effect was more impossible than if he were treated as an angel. In the sense in which it was necessary to treat man merely as an animal, it is necessary to treat Christ merely as a man...". A partir de aquí, trata de encontrar en el texto evangélico las frases y gestos intrigantes que apuntarían a la divinidad de Jesús

En mi opinión, Chesterton parte de unos supuestos erróneos. El primero, que los evangelios, y las palabras de Jesús, puedan valorarse como "más que humanas". Los evangelios (los escritos de los evangelistas) son siempre palabra humana, destinada a la escucha de los hombres y mujeres de este mundo. No hay nada de "divino" en ellos, entendido como "más que humano". Por otro lado, Chesterton da por supuesto que la divinidad de Jesús hubiera de manifestarse de alguna manera extravagante: "When Jesus was brought before the judgement-seat of Pontius Pilate, he did not vanish [como sí hizo Apolonio de Tyana en un trance parecido]. It was the crisis and the goal; it was the hour and the power of darkness. It was the supremely supernatural act, of all his miraculous life, that he did not vanish" (¿por qué supone Chesterton que Jesús hubiera podido milagrosamente desvanecerse como un mago, si no era más que un hombre?). El Jesús de Chesterton, en pasajes como este, parece de tan divino, tan divino, un personaje ridículo.

No puedo entretenerme en destripar todos los argumentos de Chesterton (como que Jesús fuese "the author of the Parable of the Prodigal Son"; más bien lo fue el redactor de ese evangelio, Lucas). Chesterton es muy confuso, ignora la crítica textual, y monta un batiburrillo evangélico en que tiene igual valor veritativo la adoración de los magos de oriente, las bodas de Caná o la predicación en el Jordán. Lo que me ha sorprendido es la primera conclusión a la que llega Chesterton: "Even on the purely human and sympathetic side, the Jesus of the New Testament seems to me to have in a great many ways the note of something superhuman; that is of something human and more than human." Si Jesús se nos presentase en los evangelios como "más que humano", es decir, sobrehumano (un superhombre), su figura no nos parecería ni entrañable, ni digna de ser escuchada. Nos interesa Jesús por ser hombre, no por ser una cosa que nadie sabe qué significa, que fuese "divino", o "más que humano". Chesterton no entiende qué es la divinidad (lo divino es lo distinto completamente a lo humano, no algo que sea "más que humano"). Por lo demás, su proposición suena herética. Jesús, según la declaración dogmática, es verdaderamente hombre (Hominem vere). Si hubiese sido "algo más que humano", no hubiera sido verus homo. En general, los argumentos de Chesterton son penosos y teológicamente dudosos, y no tengo más remedio que dejarlo aquí, por si alguien quiere examinarlos con más detenimiento.

Frente a la confusa argumentación chestertoniana, en que parece que no se tiene una idea clara del significado humano (y divino) de la figura de Jesús, el Mesías, me produce más alegría anunciar la publicación del Jesús de Hans Küng, una "cristología desde abajo" [Trotta].

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3 comentarios:

  1. Chesterton no se equivoca en considerar a Jesús el Hijo de Dios. Jesús se presenta a Sí mismo como el Mesías prometido y esperado por Israel. Jesús era consciente del valor salvífico de su muerte, que expresa durante la última cena (Lc. 22, 25-27).
    En efecto, el mensaje central de que es portador es el de una especial paternidad de Dios respecto a él. Jesús se dirige a él llamándole "Abba" (papá), designación que denota suma familiaridad y confianza.
    La dignidad divina de Jesús aparece con evidencia cuando se atribuye de modo explícito el título de Hijo (Mt. 11, 25-27 - el llamado "himno de júbilo"-).Jesús afirma entonces, ante los que le rechazan, sus credenciales: «Todo me ha sido dado por mi Padre...». Descubrimos aquí, como de repente, todo lo que estaba implicado en el hecho de que él se dirigía a Dios en total intimidad como Abba, como Padre. Es que el Padre se le ha dado por entero, se le ha entregado totalmente. Jesús se siente completamente donación del Padre, de «su» Padre, y por eso se presenta como revelador del Padre, como aquel para quien no hay distancias con el Padre, con quien no tiene secretos. Esto es lo que «ha complacido al Padre» y lo que Jesús desarrolla en las frases que siguen: «Nadie conoce al Hijo, sino el Padre: y nadie conoce al Padre, sino el Hijo...». La primera parte de esta sentencia, por sí misma sería banal: es obvio que sólo Dios tiene conocimiento pleno de todo y de todos. Pero, puesta en conexión con la segunda parte -«nadie conoce al Padre, sino el Hijo»-, sirve para reforzar la inaudita afirmación que en ella se contiene. En realidad, como subrayan los expertos en lenguas semíticas, se trata de sugerir una relación recíproca: como el Padre me conoce a mí, así también yo le conozco a él; se trata de un conocimiento total por ambas partes que revela la total intimidad y compenetración que Jesús tiene con el Padre, por el hecho de que «todo le ha sido entregado» por el Padre.
    Esto sí que es algo inaudito: ningún simple hombre, ni Moisés ni ninguno de los grandes profetas, habría podido hablar de esta manera. Sólo el Hijo conoce adecuadamente al Padre, a la manera como el Padre conoce adecuadamente al Hijo: ambos se hallan recíprocamente en una relación absolutamente única, por encima de toda otra relación entre Dios y hombre. Yo diría que, de todo el Nuevo Testamento, este pasaje es el que más claramente afirma la «naturaleza divina» de Jesús. Jesús es el revelador del Padre. Este es el corazón del Padre, el amor paternal de Dios que sólo Jesús conoce, que él viene a «revelar» y que, a partir de su revelación, nosotros, los suyos -«los sencillos y humildes», no «los sabios y entendidos»-, podemos conocer también. Porque «a Dios no le ha visto jamás nadie, pero el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien le ha revelado» (Jn 1,18). Esta revelación del Hijo es superior a la de Moisés y a la de los profetas; es de otro nivel: porque «por Moisés» fue dada la Ley; pero la gracia y la verdad se nos han dado por Jesucristo» (Jn I,17).

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  2. Así pues, el conocimiento de Dios que se atribuye a Jesús, tanto en el texto sinóptico como en Juan, no es un conocimiento humano, ni que fuera el máximo humanamente posible, sobre Dios; es un conocimiento capaz de revelar la intimidad de Dios y que, por eso, procede de la misma intimidad de Dios; viene del hecho de que Jesús puede decir: «El Padre y yo somos uno» (Jn 10,30). Tenemos aquí, expresado en términos de plenitud de conocimiento, lo que la teología posterior intentará expresar, ya en categorías helénicas, como identidad de naturaleza. Pero la formulación bíblica tiene sobre la formulación teológica posterior la ventaja de afirmar no sólo la identidad substancial o de naturaleza, sino, al mismo tiempo, la distinción y la función reveladora del Hijo respecto al Padre. Jesús puede ser revelador total y definitivo de Dios como Padre -del corazón paternal de Dios, que libre y gratuitamente ha decidido no condenar al mundo, sino salvarlo-, porque proviene de la misma intimidad de Dios, porque está al mismo nivel de Dios, hasta el punto de presentarse, por decirlo de alguna manera, como instrumento intrínseco al mismo Dios en orden a la autorrevelación y la salvación que Dios ha querido ofrecernos. Nada ni nadie inferior a Dios podría presentarse como autorrevelación de Dios ni como salvación de Dios.
    Jesús no transmite sólo un conocimiento o anuncia una salvación de parte de «Otro», como lo hacían los profetas. El mismo es la revelación total de Dios como Padre, la salvación dada gratuitamente por Dios Padre en forma de «Hijo», del que ha recibido todo el ser íntimo y toda la fuerza salvadora de Dios' (12). Jesús expresa así su categoría única, su transcendencia: no denominándose a sí mismo simplemente «Dios», como si en él se agotara la divinidad, sino expresando como Dios-Hijo, Dios-comunicación (Logos), Dios-salvación, la correlación esencial y substancial con Dios-Padre, Dios-comunicador, Dios-salvador.
    Esta manera de hacerse presente Dios sólo son capaces de aceptarla «los sencillos», no los sabios y entendidos; es decir: es algo que ha de ser acogido con fe humilde y confiada, no con la pretensión de quien quiere llegar por sí mismo a Dios con esfuerzo racional, o con prácticas religiosas, o con méritos morales o legales. Es algo que sólo se obtiene con fe en Cristo como Revelador de Dios-Padre y de la salvación que El nos ofrece.
    Lea el punto 105 del Catecismo: "Dios es el autor de la Sagrada Escritura. «Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo»".

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  3. Muchas gracias por su comentario. La cuestión de la divinidad de Jesús es ardua. Tuve la prevención de consultar el catecismo antes de escribir (de ahí tomé el principio "verus homo"). En cualquier caso, la relación de Jesús con el Padre debe ser tal, que no derogue (valga la expresión) su condición humana. Jesús no tenía la facultad de desvanecerse, como si fuese un mago. Ya no sería hombre. A eso apuntaba. «El Hijo de Dios [...] trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (GS 22, 2) (Catecismo, 470).

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