Pienso que la eutanasia es un mal, primero para quienes lo sufren como agentes o pacientes, y después para todos. Hay quienes no piensan así, y hacen fuerza para inclinar las leyes a sus propósitos. Para no sucumbir al pensamiento único, he vuelto la vista a la doctrina de Santo Tomás de Aquino, que no conocía la palabra eutanasia, en el sentido que le damos hoy de "dar muerte por compasión". Pero sí conocía el concepto, que califica de homicidio, per quod maxime nocetur proximo (Suma Teológica, 2-2, 64, introd.). Santo Tomás examina la cuestión de la eutanasia en el artículo sobre el suicidio (S.Th. 2-2, 64, 5), puesto que la eutanasia rogada o permitida por el enfermo consiste en procurarse la muerte a sí mismo, con o sin el auxilio de otros (seipsum occidere [cth]). Disponemos de un hermoso comentario a esta página tomista, del filósofo alemán, judío convertido al catolicismo, Paul-Louis Landsberg, "Le problème moral du suicide", publicado en la revista Esprit en 1946. En la guerra, Landsberg fue apresado por la Gestapo, muriendo de extenuación en el campo de concentración de Oranienburg en 1944. En algún momento coincidiré con Landsberg, al examinar los argumentos de Santo Tomás de Aquino.
La discusión pública sobre la eutanasia envuelve el uso de expresiones ambiguas y difusas, tales como las de 'dignidad humana', 'calidad de vida', el (presunto) 'derecho a morir con dignidad' y la 'ayuda a morir'. Estas expresiones demandan una clarificación, que yo ahora no puedo dar, pero sí recomiendo un librito reciente, que sintoniza con el tomismo, de Roberto Germán Zurriaráin : El final de la vida. Sobre la eutanasia, ensañamiento terapéutico y cuidados paliativos [Palabra]. Es un texto muy claro, apoyado en la discusión bioética actual, que defiende los cuidados paliativos como alternativa a la eutanasia.
LAS PALABRAS Y LAS COSAS.- Antes de examinar a fondo los argumentos tomistas, es interesante detenerse en la definición de la palabra eutanasia, que etimológicamente quiere decir "buena muerte". No todos los diccionarios coinciden en el enfoque de la definición del concepto, siendo el mismo. Compárese:
(esp.) "Intervención deliberada para poner fin a la vida de un paciente sin perspectiva de cura." [rae].
(fr.) " Action destinée à donner la mort à un malade incurable qui demande ou a demandé que l'on abrège ses souffrances ou sa déchéance physiologique". [atilf].
(ing.) "The painless killing of a patient suffering from an incurable and painful disease or in an irreversible coma." [oxford].
Véase que estas tres definiciones, de lenguas vecinas, no se parecen mucho, aun refiriéndose a la misma cosa. Poner fin a la vida (RAE) es una definición eufemística, frente a la definición académica francesa, donner la mort, más transparente, o la crudelísima del Oxford Dicctionary, painless killing (literalmente, "matar sin dolor"). En la lengua inglesa, la definición usual de la euthanasia ha sido mercy killing, "matar por compasión" [etymonline]. Esta breve comparación lingüística apunta a que hoy tiende a suavizarse o enmascararse la realidad de la eutanasia, que no consiste sino en matar al enfermo incurable. Por eso se ha dicho que la compasión, en estos casos, es una máscara moral, "que administra una coartada aceptable para quienes no son espíritus fuertes y no pueden mirar directamente a la realidad" [ucm]. La definición de la RAE, que evita la palabra muerte, no se compadece con la etimología de la palabra, euthanasía ("muerte dulce").
El Catecismo de la Iglesia Católica, por el contrario, conforme con la doctrina del Aquinate, es tajante: "Cualesquiera que sean los motivos y los medios, la
eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas,
enfermas o moribundas. Es moralmente inaceptable.
Por tanto, una acción o una omisión que, de suyo o en la
intención, provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio
gravemente contrario a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios
vivo, su Creador." (§2277).
NO MATARÁS.- Santo Tomás no conoce la palabra euthanasia en el sentido moderno de "muerte solicitada por un enfermo incurable", pero sí conoce el concepto, para el que emplea la expresión seipsum occidere, suicidarse: Respondeo dicendum quod seipsum occidere est omnino illicitum (el suicidio es ilícito siempre). Esta vieja doctrina continúa en vigor, en el derecho público. Hoy todavía el Código penal español sigue castigando (aunque levemente) a quien presta auxilio al suicida que padece una grave enfermedad. La doctrina se funda en la autoridad de San Agustín: restat ut de homine intelligamus quod dictum est, non occides. Nec
alterum ergo, nec te. Neque enim aliud quam hominem occidit qui seipsum
occidit (no matarás, ni a otro, ni a tí mismo, porque cuando te suicidas también estás matando a un hombre). Pasemos ahora a estudiar los argumentos.
AMOR PROPIO.- Santo Tomás de Aquino ofrece tres argumentos contra el suicidio (triplici ratione), que perviven en la discusión contemporánea. El primer argumento es que todos los seres tienen un natural amor propio, que consiste en cuidarse y resistir las amenazas (naturaliter quaelibet res seipsam amat, et ad hoc pertinet quod
quaelibet res naturaliter conservat se in esse et corrumpentibus
resistit quantum potest). Por eso, el suicida actúa contra la inclinación natural de autoconservación, y contra el amor propio (Et ideo quod aliquis seipsum occidat est contra inclinationem naturalem,
et contra caritatem, qua quilibet debet seipsum diligere).
En otro lugar (2-2, 26, 4) Santo Tomás ha definido el amor propio (diligere seipsum), recordando la regla de oro: ama a tu prójimo como a ti mismo. La razón es teológica, porque amamos en nosotros el bien que participa de la bondad divina (Deus diligitur ut principium boni super quo fundatur dilectio caritatis;
homo autem seipsum diligit ex caritate secundum rationem qua est
particeps praedicti boni). Por la misma razón, pertenece a la ley natural lo que es propio de la inclinación natural al bien, y evitar el mal (pertinent ad legem naturalem ea per quae vita hominis conservatur, et contrarium impeditur) (1-2, 94, 2 [cth]).
Puede objetarse que el suicidio es también natural. La conservación de la vida es inclinación natural del individuo joven y sano, pero de hecho hay jóvenes deprimidos, o enfermos, que se suicidan. Las personas mayores, senescentes, según la psicología profunda, se preparan anímicamente a la muerte, a la que esperan con ansiedad, aunque no hasta el grado de demandar la muerte antes de tiempo. En casos de sufrimiento y agonía, parece natural que se desee morir pronto, pero eso no implica que los ancianos o enfermos deban pedir que los maten antes de tiempo. Hay que respetar la vida, como también el curso natural de la muerte.
Desde un punto de vista jurídico, es muy dudoso que un anciano o un enfermo impedido, sean capaces de prestar un consentimiento libre, exento de violencia, miedo o intimidación. Ni que decir que, en mi opinión, el acto personalísimo de morir (el máximo de los actos de los que es capaz una persona) no puede jamás suplirse por la voluntad de ningún pariente, familiar o próximo, ni mucho menos por un médico o junta de médicos. Los médicos saben mucho, pero no pueden metafísicamente ocupar el lugar de la voluntad de su paciente, ni interpretarla. Yo diría que, en caso de duda, ha de presumirse, por naturaleza, el deseo de vivir sobre todo.
INJUSTICIA.- Paul-Louis Landsberg consideraba este argumento, de raíces históricas, el más débil de todos, e incongruente en un contexto cristiano. Yo pienso, por el contrario, que puede ser un argumento fecundo en el mundo actual. Santo Tomás de Aquino lo toma de Aristóteles. Es erróneo afirmar que nadie comete una injusticia matándose a sí mismo, porque no daña a nadie (homicidium est peccatum inquantum iustitiae contrariatur. Sed nullus potest sibi ipsi iniustitiam facere). Pero la muerte propia supone privar a la comunidad de un individuo. Todos somos valiosos para la comunidad (quilibet homo est pars communitatis, et ita id quod est, est
communitatis. Unde in hoc quod seipsum interficit, iniuriam communitati
facit). La eutanasia es por eso una práctica que descompone la convivencia en la comunidad. Los enfermos y moribundos ya no serían nada para la comunidad, estarían destinados a ser apartados a la viva fuerza mediante la muerte procurada.
Es curioso que el argumento de la injusticia sea esgrimido, en otro sentido, por quienes se quejan de que la ayuda al suicidio de los enfermos esté castigado en el Código penal (aunque levemente). En efecto, ayudar al suicidio, hoy en España es un delito. ¿Pero por qué? En la discusión bioética actual, se piensa que la eutanasia introduce un factor de desconfianza en la relación médico-paciente. Los ancianos y enfermos tendrían motivos serios para temer que los maten en el hospital, cuando se aproximen a su última enfermedad. Yo no dudo, pensando en ellos (pero también en mí mismo, cuando llegue mi hora), que la eutanasia, aun siendo una mera posibilidad, es un crimen, aunque no lo castigase ni mucho ni poco el Código penal, porque todos, por inclinación natural, deseamos vivir, no morir.
UN REGALO DE DIOS.- Es el argumento más importante, aunque no todos estén dispuestos a admitirlo. La vida es un don de Dios, quien da la vida y la muerte (vita est quoddam donum divinitus homini attributum, et eius potestati subiectum qui occidit et vivere facit). Por eso, quien se quita la vida de propia mano (o asistido de otros) peca contra Dios (qui seipsum vita privat in Deum peccat). Santo Tomás pone el ejemplo del que mata al servidor de otro dueño (sicut qui alienum servum interficit peccat in dominum cuius est servus) o del que se entromete en negocios ajenos (et sicut peccat ille qui usurpat sibi iudicium de re sibi non commissa). Porque tampoco, como en esos casos, nuestras vidas nos pertenecen.
Desde una perspectiva emic, cristiana o creyente, la eutanasia es un crimen contra Dios. Pero desde una perspectiva etic, profana, en que se prescinda de Dios, o se le niegue, la eutanasia puede ser legalizada tranquilamente, porque no tendríamos que rendir cuentas de nuestros actos a ningún Dios. La práctica de acortar la vida (consentida, claro está, por el sujeto paciente), sería algo natural. Paul-Louis Landsberg pensaba que sólo desde una perspectiva sobrenatural puede comprenderse que el suicidio y la eutanasia sean un crimen. En un enfoque natural (pagano, materialista, ateo), no se plantearán conflictos morales, porque sería una práctica tolerable, lícita (es el caso en nuestro mundo). La eutanasia se convierte entonces en un síntoma de ateísmo de las sociedades contemporáneas.
En otro lugar (S.Th., 1-2, 94, 6 [cth]), Santo Tomás de Aquino, citando a San Agustín, recordaba que la ley natural, que inclina a proteger y respetar la vida propia, está inscrita en nuestros corazones (lex tua scripta est in cordibus hominum, quam nec ulla quidem delet iniquitas). Y añadía algo interesante, que la ley natural puede arrancarse del corazón porque los hombres conciban ideas equivocadas (malas persuasiones), o por la corrupción de costumbres (propter pravas consuetudines et habitus corruptos); recordaba el caso de quienes estimaban que el robo no fuese un crimen (sicut apud quosdam non reputabantur latrocinia peccata).
La eutanasia, en la práctica, no tiene nada de ejemplar, y por eso las mentes no deturpadas deben rechazarla. Lo sano, el bien inscrito en nuestros corazones, es la dignidad de tantísimas familias que se desviven por cuidar de sus enfermos y ancianos. Ni por un instante se les pasa por la cabeza que la solución final de sus trabajos fuese acortar la vida del ser querido inválido. Sólo desde una postura absolutamente descreída y materialista, de ideas y de moralidad hondamente corrompidas, puede tolerarse el espectáculo macabro, obsceno y perverso que, de tiempo en tiempo, nos cuelan en la televisión, de una eutanasia grabada en directo.
La prohibición y el castigo de la eutanasia y el suicidio asistido es un bien para todos. También para los suicidas, puesto que de nada se les priva, y se les ampara en su estado de debilidad. Tolerar la eutanasia, dispensándola de castigo, por el contrario, es un mal para todos. No hay modo de asegurar que nuestras vidas no caigan en manos de voluntades ajenas, o de la decisión utilitaria del Estado. La ley debe ser igual para todos, y debe tratar de conciliar estas dos posiciones extremas, la de creyentes e increyentes. Pero las opciones que se le presentan al legislador, bien la de prohibir, o alternativamente, la de autorizar la eutanasia, no son equivalentes. Los defensores de la eutanasia aducen el principio de libertad, o esgrimen un presunto derecho a la eutanasia. Sin embargo, autorizar la eutanasia supondría que todos, creyentes e increyentes, y en general la mayoría del pueblo que permanece insensible a este debate, quedaríamos sometidos a los postulados materialistas, en virtud de los cuales nos condenarían, llegado el caso, a morir contra nuestra inclinación, que es la de proteger algo tan sagrado como es la vida. La situación es asimétrica respecto del caso opuesto, el de mantener la prohibición, porque entonces de nada se priva a los increyentes protegiendo sus vidas de sí mismos o de la decisión de terceros.
Prohibiendo el suicidio asistido no se obliga a nadie a creer, pero se protege la vida de los más indefensos, que son los enfermos, los desahuciados, los ancianos e impedidos. Por el contrario, la legalización de la eutanasia coloca a la ciudadanía en el deber de comulgar con la visión materialista y atea de la vida. Los primeros científicos ateos (estoy pensando en el Friedrich Engels de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de 1884, o el Sigmund Freud de El porvenir de una ilusión, de 1927), hubieran debido explicarnos por qué nuestra vida mental, familiar y social, se agotaría en los procesos materiales, y no habría nada que lo trascendiese. Pero eso nunca lo hicieron, a pesar de que la humanidad tiene inscrito en el corazón que hay algo más que pura materia, pura visibilidad. Afirmar que la religión es tan sólo una ilusión, es otra forma de creencia, pero quizá más increíble. No es cierto que el materialismo fuese el factor común que todos compartiríamos, creyentes o increyentes.
En otro lugar (S.Th., 1-2, 94, 6 [cth]), Santo Tomás de Aquino, citando a San Agustín, recordaba que la ley natural, que inclina a proteger y respetar la vida propia, está inscrita en nuestros corazones (lex tua scripta est in cordibus hominum, quam nec ulla quidem delet iniquitas). Y añadía algo interesante, que la ley natural puede arrancarse del corazón porque los hombres conciban ideas equivocadas (malas persuasiones), o por la corrupción de costumbres (propter pravas consuetudines et habitus corruptos); recordaba el caso de quienes estimaban que el robo no fuese un crimen (sicut apud quosdam non reputabantur latrocinia peccata).
La eutanasia, en la práctica, no tiene nada de ejemplar, y por eso las mentes no deturpadas deben rechazarla. Lo sano, el bien inscrito en nuestros corazones, es la dignidad de tantísimas familias que se desviven por cuidar de sus enfermos y ancianos. Ni por un instante se les pasa por la cabeza que la solución final de sus trabajos fuese acortar la vida del ser querido inválido. Sólo desde una postura absolutamente descreída y materialista, de ideas y de moralidad hondamente corrompidas, puede tolerarse el espectáculo macabro, obsceno y perverso que, de tiempo en tiempo, nos cuelan en la televisión, de una eutanasia grabada en directo.
La prohibición y el castigo de la eutanasia y el suicidio asistido es un bien para todos. También para los suicidas, puesto que de nada se les priva, y se les ampara en su estado de debilidad. Tolerar la eutanasia, dispensándola de castigo, por el contrario, es un mal para todos. No hay modo de asegurar que nuestras vidas no caigan en manos de voluntades ajenas, o de la decisión utilitaria del Estado. La ley debe ser igual para todos, y debe tratar de conciliar estas dos posiciones extremas, la de creyentes e increyentes. Pero las opciones que se le presentan al legislador, bien la de prohibir, o alternativamente, la de autorizar la eutanasia, no son equivalentes. Los defensores de la eutanasia aducen el principio de libertad, o esgrimen un presunto derecho a la eutanasia. Sin embargo, autorizar la eutanasia supondría que todos, creyentes e increyentes, y en general la mayoría del pueblo que permanece insensible a este debate, quedaríamos sometidos a los postulados materialistas, en virtud de los cuales nos condenarían, llegado el caso, a morir contra nuestra inclinación, que es la de proteger algo tan sagrado como es la vida. La situación es asimétrica respecto del caso opuesto, el de mantener la prohibición, porque entonces de nada se priva a los increyentes protegiendo sus vidas de sí mismos o de la decisión de terceros.
Prohibiendo el suicidio asistido no se obliga a nadie a creer, pero se protege la vida de los más indefensos, que son los enfermos, los desahuciados, los ancianos e impedidos. Por el contrario, la legalización de la eutanasia coloca a la ciudadanía en el deber de comulgar con la visión materialista y atea de la vida. Los primeros científicos ateos (estoy pensando en el Friedrich Engels de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de 1884, o el Sigmund Freud de El porvenir de una ilusión, de 1927), hubieran debido explicarnos por qué nuestra vida mental, familiar y social, se agotaría en los procesos materiales, y no habría nada que lo trascendiese. Pero eso nunca lo hicieron, a pesar de que la humanidad tiene inscrito en el corazón que hay algo más que pura materia, pura visibilidad. Afirmar que la religión es tan sólo una ilusión, es otra forma de creencia, pero quizá más increíble. No es cierto que el materialismo fuese el factor común que todos compartiríamos, creyentes o increyentes.
Tan sólo tendría que añadir, que me parece muy difícil de entender que los medios católicos españoles, en el debate público sobre la eutanasia, hayan descartado este argumento de la sacralidad de la vida, de la vida como regalo de Dios. Es comprensible que intenten armar argumentos libres de teología, para tratar de convencer en su propio terreno a sus adversarios. Sitúan la batalla en los cuidados paliativos como alternativa. Sin embargo, esto me parece un flagrante error, porque estos cuidados paliativos no son ninguna alternativa para quien ya está dispuesto a considerar el suicidio como primera opción. Los cuidados son para quienes quieren vivir.
Además de estos tres argumentos principales para calificar de ilícito el suicidio, y la eutanasia, Santo Tomás de Aquino ofrece otros argumentos que no tienen menos interés. Vamos a examinarlos a continuación.
EL MAL MENOR.- Santo Tomás de Aquino (en ad 3) examina la propuesta de hacer un cálculo o ponderación de males, confrontados con el mal en que consiste darse muerte (seipsum occidere). Por ejemplo, sería lícito amputarse un brazo herido, para que se salve todo el cuerpo (licitum est quod aliquis spontanee minus periculum subeat ut maius periculum vitet, sicut licitum est quod aliquis etiam sibi ipsi amputet membrum putridum ut totum corpus salvetur). Del mismo modo, el suicidio sería un mal menor frente a otros males mayores, lo que haría lícito el suicidio. El argumento es sofístico, porque la muerte no es un mal calculable (como sí lo sería, por ejemplo, perder un miembro enfermo), sino un mal absoluto. No hay ganancia alguna en perder la vida.
EL «DERECHO A MORIR».- Una de las expresiones equívocas que se emplean en el debate contemporáneo sobre la eutanasia, es el llamado derecho a morir con dignidad. La expresión encierra algún peligroso sofisma, porque toda persona, cualquiera que sea su situación, su enfermedad o su invalidez, nunca pierde su dignidad humana. La eutanasia, o el suicidio asistido, lejos de dignificar en algo la muerte, la envilecen, porque la voluntad humana se entromete en un asunto, que es el de morir, que le sobrepasa. Por otro lado, hay un serio equívoco en decir que habría un presunto derecho a morir, como otro derecho a vivir. Mi vida es mía, y no me la pueden arrebatar mientras viva. Lo mismo que mi muerte también es mía, y sólo yo habré de morir mi muerte, nadie me la arrebatará. En realidad, con estas expresiones se está diciendo otra cosa distinta, que el derecho tiene por objeto, no la vida o la muerte en sí mismas, sino condiciones, si se quiere, periféricas: el trato, el cuidado y el respeto de los demás durante mi vida y en el curso de mi muerte.
Ni la vida ni la muerte pueden ser objetos del derecho, porque anteceden al sujeto de los derechos. La razón es que la vida es un regalo de Dios (quoddam donum divinitus homini attributum), que sólo a Dios corresponde dar y quitar. Los defensores del suicidio y de la eutanasia conocen bien este principio, que han hecho suyo, pero contrahecho. Pero no son opiniones nada vulgares. Por ejemplo Antonio García Amado, que es catedrático de filosofía del derecho en la universidad de León, sostiene que «Somos dueños de nuestra vida y de formularla de manera libre en tanto que no perjudique a los demás (...) Si soy dueño de mi vida soy dueño para quitármela (...) la polémica se suscita cuando alguien cree que el dueño de la vida es Dios. Este es el fondo de la cuestión» [Diario de León]. El catedrático sabe los principios, aunque de nuevo vemos que la increencia los deforma.
Santo Tomás de Aquino enfoca este argumento desde el poder de decidir en que consiste la libertad (liberum arbitrium). El hombre es libre, y se dice dueño de sí (homo constituitur dominus sui ipsius per liberum arbitrium). Por ser libre, el hombre tiene poder y dominio sobre las cosas de su vida (licite potest homo de seipso disponere quantum ad ea quae pertinent ad hanc vitam, quae hominis libero arbitrio regitur). Pero el hombre no es dueño de su misma vida y muerte, sin más, y por eso no puede disponer lícitamente sobre el tránsito de una a otra (Sed transitus de hac vita ad aliam feliciorem non subiacet libero arbitrio hominis, sed potestati divinae. Et ideo non licet homini seipsum interficere ut ad feliciorem transeat vitam).
En realidad, es falaz tratar de extraer ninguna consecuencia, positiva ni negativa, de meros principios jurídicos. El sistema jurídico es un sistema incompleto (en el sentido de los teoremas de Gödel), porque no puede justificar internamente sus principios, que debe fundar en un orden superior. Cabe representarse la construcción de un derecho ateo, que consistiese en una desfiguración del derecho que concibe la vida y la muerte como sagradas, y que se fundase en los principios del materialismo. No es simple imaginación, porque la historia conoce experiencias de ateísmo jurídico, y la muestra más reciente es precisamente el reconocimiento por algunos estados occidentales del derecho a la eutanasia. ¿Acaso hay algún defecto lógico jurídico en reconocer este derecho? Si Santo Tomás de Aquino quiso refutar esa opinión (licite potest homo de seipso disponere quantum ad ea quae pertinent ad hanc vitam) es porque había quienes estaban dispuestos a sostenerla. La respuesta sin embargo no pertenece al orden natural, sino al sobrenatural: sólo Dios justifica que el hombre no pueda disponer de su vida, o la de otros semejantes.
Además de estos tres argumentos principales para calificar de ilícito el suicidio, y la eutanasia, Santo Tomás de Aquino ofrece otros argumentos que no tienen menos interés. Vamos a examinarlos a continuación.
EL MAL MENOR.- Santo Tomás de Aquino (en ad 3) examina la propuesta de hacer un cálculo o ponderación de males, confrontados con el mal en que consiste darse muerte (seipsum occidere). Por ejemplo, sería lícito amputarse un brazo herido, para que se salve todo el cuerpo (licitum est quod aliquis spontanee minus periculum subeat ut maius periculum vitet, sicut licitum est quod aliquis etiam sibi ipsi amputet membrum putridum ut totum corpus salvetur). Del mismo modo, el suicidio sería un mal menor frente a otros males mayores, lo que haría lícito el suicidio. El argumento es sofístico, porque la muerte no es un mal calculable (como sí lo sería, por ejemplo, perder un miembro enfermo), sino un mal absoluto. No hay ganancia alguna en perder la vida.
EL «DERECHO A MORIR».- Una de las expresiones equívocas que se emplean en el debate contemporáneo sobre la eutanasia, es el llamado derecho a morir con dignidad. La expresión encierra algún peligroso sofisma, porque toda persona, cualquiera que sea su situación, su enfermedad o su invalidez, nunca pierde su dignidad humana. La eutanasia, o el suicidio asistido, lejos de dignificar en algo la muerte, la envilecen, porque la voluntad humana se entromete en un asunto, que es el de morir, que le sobrepasa. Por otro lado, hay un serio equívoco en decir que habría un presunto derecho a morir, como otro derecho a vivir. Mi vida es mía, y no me la pueden arrebatar mientras viva. Lo mismo que mi muerte también es mía, y sólo yo habré de morir mi muerte, nadie me la arrebatará. En realidad, con estas expresiones se está diciendo otra cosa distinta, que el derecho tiene por objeto, no la vida o la muerte en sí mismas, sino condiciones, si se quiere, periféricas: el trato, el cuidado y el respeto de los demás durante mi vida y en el curso de mi muerte.
Ni la vida ni la muerte pueden ser objetos del derecho, porque anteceden al sujeto de los derechos. La razón es que la vida es un regalo de Dios (quoddam donum divinitus homini attributum), que sólo a Dios corresponde dar y quitar. Los defensores del suicidio y de la eutanasia conocen bien este principio, que han hecho suyo, pero contrahecho. Pero no son opiniones nada vulgares. Por ejemplo Antonio García Amado, que es catedrático de filosofía del derecho en la universidad de León, sostiene que «Somos dueños de nuestra vida y de formularla de manera libre en tanto que no perjudique a los demás (...) Si soy dueño de mi vida soy dueño para quitármela (...) la polémica se suscita cuando alguien cree que el dueño de la vida es Dios. Este es el fondo de la cuestión» [Diario de León]. El catedrático sabe los principios, aunque de nuevo vemos que la increencia los deforma.
Santo Tomás de Aquino enfoca este argumento desde el poder de decidir en que consiste la libertad (liberum arbitrium). El hombre es libre, y se dice dueño de sí (homo constituitur dominus sui ipsius per liberum arbitrium). Por ser libre, el hombre tiene poder y dominio sobre las cosas de su vida (licite potest homo de seipso disponere quantum ad ea quae pertinent ad hanc vitam, quae hominis libero arbitrio regitur). Pero el hombre no es dueño de su misma vida y muerte, sin más, y por eso no puede disponer lícitamente sobre el tránsito de una a otra (Sed transitus de hac vita ad aliam feliciorem non subiacet libero arbitrio hominis, sed potestati divinae. Et ideo non licet homini seipsum interficere ut ad feliciorem transeat vitam).
En realidad, es falaz tratar de extraer ninguna consecuencia, positiva ni negativa, de meros principios jurídicos. El sistema jurídico es un sistema incompleto (en el sentido de los teoremas de Gödel), porque no puede justificar internamente sus principios, que debe fundar en un orden superior. Cabe representarse la construcción de un derecho ateo, que consistiese en una desfiguración del derecho que concibe la vida y la muerte como sagradas, y que se fundase en los principios del materialismo. No es simple imaginación, porque la historia conoce experiencias de ateísmo jurídico, y la muestra más reciente es precisamente el reconocimiento por algunos estados occidentales del derecho a la eutanasia. ¿Acaso hay algún defecto lógico jurídico en reconocer este derecho? Si Santo Tomás de Aquino quiso refutar esa opinión (licite potest homo de seipso disponere quantum ad ea quae pertinent ad hanc vitam) es porque había quienes estaban dispuestos a sostenerla. La respuesta sin embargo no pertenece al orden natural, sino al sobrenatural: sólo Dios justifica que el hombre no pueda disponer de su vida, o la de otros semejantes.
EL SUFRIMIENTO.- Es natural que el hombre que sufre, quiera evadirse de sus males con la muerte. Fue la experiencia de Job: "¿Por qué no me morí al nacer? ¿Por qué no
expiré al salir del vientre materno?". La respuesta de Santo Tomás de Aquino es que la huida de los males presentes, no puede justificar darse la muerte (non licet homini seipsum interficere... ut miserias quaslibet praesentis vitae evadat). La explicación que nos ofrece, sin embargo, es ardua. Dice (citando de nuevo a Aristóteles) que el mayor y más terrible de los males de esta vida es la muerte (ultimum malorum huius vitae et maxime terribile est mors). Todos, por naturaleza, sentimos que la muerte es un mal, porque nos priva de los bienes de la vida. Pero cuando la vida es insufrible, por el motivo que sea (miserias quaslibet), una escapatoria posible es la muerte buscada, el suicidio. Otra vez nos encontramos con que el misterio de la muerte no es comprensible desde una óptica natural. Una persona materialista, que fuese consecuente, no debiera inquietarse nunca por la muerte, y ni tan siquiera irla aplazando (si aún vives, al menos muere pronto, decían los antiguos). Pero nuestro hombre interior se resiste a esta simpleza. Hay que estar muy enfermo o enajenado para desear la muerte. En un estado de equilibrio físico, psíquico y emocional, no podemos comparar nuestra muerte a la de un perro, que ya cadáver no es nada y va destinado a la incineradora. Sentimos entonces, en efecto, que la muerte es el mayor de los males, y esta verdad no puede cambiar en las circunstancias particulares de cada uno. Nunca debemos aceptar que la muerte sea un bien, ni para nosotros ni para nadie.
Para documentarse: el último número de los Cuadernos de bioética, nº 98 (2019) [aebioetica], que se puede leer libremente, está dedicado al tema de estudio: "Morir con dignidad y eutanasia".
Imagen: Golgotha (1900), óleo del pintor noruego Edvard Munch, Munch Museet [via].
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