"La Comisión Bíblica no podía en su labor prescindir del contexto de nuestro presente, en el cual el impacto del Holocausto (la Shoah) ha inmergido toda la cuestión en otra luz. Se plantean dos cuestiones principales: ¿Pueden los cristianos, después de todo lo que ha ocurrido, mantener aún tranquilamente la pretensión de ser los herederos legítimos de la Biblia de Israel? ¿Pueden continuar con la interpretación cristiana de esta Biblia, o tendrían que renunciar con respeto y humildad a una pretensión que, a la luz de lo que ha ocurrido, tiene que aparecer como una intromisión? De eso depende la segunda pregunta: La presentación de los judíos y del pueblo judío que hace el mismo Nuevo Testamento, ¿no ha contribuido a crear una enemistad hacia el pueblo judío, que ha preparado la ideología de aquellos que querían eliminar a Israel? La Comisión se ha planteado las dos cuestiones. Está claro que la renuncia de los cristianos al Antiguo Testamento no sólo acabaría, como hemos indicado, con el cristianismo como tal, sino que tampoco prestaría ningún servicio a una relación positiva entre cristianos y judíos, precisamente porque les sustraería el fundamento común. Lo que hay que deducir de los hechos ocurridos es un nuevo respeto por la interpretación judía del Antiguo Testamento. El documento dice dos cosas sobre el tema. En primer lugar, constata que la lectura judía de la Biblia es «una lectura posible que está en continuidad con las sagradas Escrituras de los judíos del tiempo del segundo Templo y es análoga a la lectura cristiana, que se ha desarrollado en paralelismo con ella». Añade que los cristianos pueden aprender mucho de la exégesis judía practicada durante 2000 años; viceversa los cristianos pueden confiar en que los judíos podrán sacar provecho de las investigaciones de la exégesis cristiana. Creo que los análisis presentes ayudarán al progreso del diálogo judeocristiano, así como a la formación interior de la conciencia cristiana."
Joseph Card. Ratzinger, Presentación al documento de la Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Escrituras Sagradas en la Biblia cristiana (Roma, en la fiesta de la Ascensión de Cristo, 2001) [enlace].
Si me pidiesen que buscara una sentencia de San Pablo, que de forma concisa expresase su pensamiento, escogería el versículo de Gálatas 5,1: Para que seamos libres, nos ha liberado Cristo [τῇ ἐλευθερίᾳ ἡμᾶς Χριστὸς ἠλευθέρωσεν / qua libertate Christus nos liberavit / the liberty wherewith Christ hath made us free].
Esta frase parece muy significativa, viniendo del apóstol que sufrió tantas prisiones, y que seguramente tuvo entre su auditorio, en las asambleas cristianas, a muchos siervos, esclavos y libertos. Pablo había probado la cautividad -crede experto- y sabía bien, por privación, qué significaba para sí y sus compañeros la libertad. Pero, ¿estamos seguros de entender en nuestros días qué quiso decirle a los gálatas, y a nosotros?
Hoy el santo nombre de la libertad está contaminado, tal vez como en los mismos días del apóstol. Asociamos la libertad, al instante, con las libertades públicas, las libertades civiles y políticas. Nuestra idea de la libertad no procede de nuestra experiencia de vida, sino que aparenta estar intoxicada por la humareda ideológica. Creemos ser libres porque nos instruye la propaganda con que lo somos, no porque nos sintamos realmente libres en nuestro interior. Pero si no sabemos bien qué es ser libre, ¿advertiremos el momento en que nos reduzcan a la condición de esclavos? Ô Liberté, que de crimes on commet en ton nom!
Christus nos liberavit, Cristo nos ha liberado. Esto es lo que habremos de comprender. Esta máxima, auténtico principio paulino, se sitúa en el contexto de la discusión de Pablo con los judaizantes en las comunidades de la región de Galacia. Podríamos despachar nuestro interrogante diciendo simplemente que el apóstol Pablo polemizaba con los observantes de la Ley, y que predicaba que la persona de Cristo nos ha liberado de los preceptos de la Lex Vetus, obsequiándonos con la libertad de los hijos de Dios. Pero así no habríamos captado todavía mucho, salvo mera retórica teologal. Aunque aquella controversia sobre la fuerza de obligar de las antiguas costumbres (en especial la circuncisión) no tiene en absoluto un simple interés arqueológico, sugiero que por el momento nos abstraigamos de esa contienda. Vayamos pues al otro término de la máxima: el Cristo, el que dice Pablo que nos ha liberado.
Es una triste ironía de nuestro tiempo, descreído y cínico, que Cristo parezca no decir ya nada. Porque el nombre de Cristo tiene mucho que decir a los hombres de todos los tiempos (y algo intentaremos explicar aquí), aunque es cierto que su uso familiar en la Iglesia, a lo largo de los siglos, haya disipado las trazas de su sentido primitivo. Aquel profeta de Galilea, el rabí Jesús de Nazaret, decimos que es Cristo. Por eso enseguida a los que se reunían para oír predicar sobre Jesús se les llamó cristianos. No advertimos, sin embargo, que el uso por antonomasia del nombre de Cristo, de algún modo nos vela el significado de este nombre.
Hemos olvidado que la palabra Cristo es un helenismo, un extranjerismo en suma. Pero hemos de suponer que en la intención del apóstol Pablo estaba el hacerse entender por sus oyentes, y éste era realmente el caso. Sus oyentes, los judíos, prosélitos y gentiles grecoparlantes, entendían muy bien el significado de Christos, porque era la voz griega que en la Biblia de los LXX (las Escrituras de los judíos helenistas) vertía invariablemente el vocablo hebreo que designaba al Mesías. Esto se ve muy bien en el precioso versículo del Evangelio de San Juan, 1,41: ...el Mesías (que quiere decir Cristo) [τὸν Μεσσίαν· ὅ ἐστιν μεθερμηνευόμενον Χριστός / Messiam quod est interpretatum Christus / the Messias, which is, being interpreted, the Christ]. De hecho, Mesías es otro vocablo ya naturalizado en nuestra lengua, pero de origen semítico, que en hebreo quiere decir "el ungido" (i.e. el investido como rey). Por este motivo las versiones modernas en lenguas semíticas del Nuevo Testamento desconocen el término Cristo, que la versión árabe, por ejemplo, traduce siempre por al-masih (de masaha, ungir), expresión que por parentesco es ya fidelísima al original hebreo.
Esta ilustración etimológica nos ayuda a comprender mejor la propiedad del pasaje de Jn 19,19-20: "Pilato mandó escribir y poner sobre la cruz un letrero con esta inscripción: Jesús de Nazaret, el rey de los judíos. La inscripción fue leída por muchos judíos, porque el lugar donde Jesús había sido crucificado estaba cerca de la ciudad. Además, estaba escrito en hebreo, en latín y en griego". Y así era, porque cuando Jesús se anunció como Mesías, quiere decir, traducido, que se proclamó Rey de los Judíos.
El Mesías, el Cristo, el ungido..., el rey profetizado que habría de reunir y dar paz a su pueblo (cfr. p.ej. Ez 37,21-28) decimos los "cristianos" que es aquel galileo, Jesús, de Nazaret. Y no otra cosa había dicho el apóstol Pablo a los cristianos de Galacia: el Cristo, esto es, el rey que nos había de liberar, nos ha liberado. Luego nos inclinaríamos a pensar que Pablo, en Gal 5,1, está formulando una tautología: nuestro libertador nos ha liberado. Y en cierta manera es así, porque el término libertad no añade ningún sentido nuevo que no estuviera ya presente en el título de Mesías, el ungido. Pablo en este pasaje no hace más que recordar a sus oyentes grecojudíos el sentido del Mesías libertador, que todos aguardaban, y que los cristianos de entonces creyeron que llegó en la persona de Jesús.
Con lo que Pablo quiso decir en ese pasaje, y así lo entendían perfectamente sus oyentes, judíos de la diáspora al tanto de las promesas de las Escrituras, es que el pueblo de Dios ya es libre, que las promesas ya se han cumplido. Pero temo que no hayamos avanzado más allá de captar el sentido literal de este pasaje de la epístola a los gálatas. Una comprensión profunda requeriría que compartiésemos las esperanzas del pueblo de Israel y su experiencia histórica. Una exposición simplista de estas palabras de San Pablo enfatizaría su ruptura con las tradiciones judías, pero pienso que éste es un enfoque equivocado. Pablo hablaba aquí a judíos, o por lo menos a prosélitos y simpatizantes, que compartían una misma esperanza y aguardaban a un mismo Mesías. Si no somos capaces de recuperar esta tradición y esta esperanza, muy difícilmente lograremos entender el mensaje del apóstol. Aquí tenemos tema para prolongar nuestra meditación de lo que dice San Pablo a los creyentes y dubitantes de hoy. Pero basta por ahora.
La última vez que nevó en la ciudad fue el año 54. Como el parte nos ha estado diciendo que teníamos temperatura bajo cero, y que había probabilidad de nieve, ni corto ni perezoso me he encaminado esta mañana a la Plaza Nueva... y ni nieve, ni ná de ná... Y pa que se vea, esta es la imagen del Rey San Fernando, a las tantas de la mañana, arriba en su pedestal... Y después de tanto bregar con la cámara tóa la mañana, me he quedado como éste:
La foto antigua de arriba es del Archivo Serrano (Hemeroteca Municipal de Sevilla) y la he tomado del blog personal de Alfredo Sánchez Monteseirín, el alcalde, donde podréis encontrar otras más fotos curiosas de aquel evento, que recuerdan los viejos del lugar...
El Año Paulino, o año jubilar especial, que se está celebrando del 28 de junio de 2008 al próximo 29 de junio de 2009, convocado por Benedicto XVI con ocasión del bimilenario de Pablo de Tarso, es una magnífica ocasión para conocer mejor la persona del apóstol, leer sus cartas y profundizar en su pensamiento. Las notas que os ofrezco son mi particular invitación a la lectura de San Pablo, que no deben tomarse como resultado de mis lecturas, sino como meros apuntes para un deseable estudio posterior.
El apóstol Pablo es una gran figura del mundo antiguo, un "hombre de dos mundos", judío helenista de la diáspora, celoso de las tradiciones de su pueblo, y a la vez impregnado de la cultura de la gentilidad. No fue como vulgarmente se dice el fundador del cristianismo, sino tan sólo un hombre in the right place at the right moment, que sirvió a la expansión universal de la esperanza realizada en el Mesías, incoada entre los judíos de Galilea por Jesús de Nazaret. Las cartas auténticas de San Pablo transparentan su genio personal y ofrecen noticias parcas, aunque muy valiosas, sobre su vida y misión. Pero el interesado en la figura de Pablo comenzará por leer los Hechos de los Apóstoles, que recogen las tradiciones más antiguas sobre su trayectoria misionera.
Toda lectura de las epístolas paulinas debe aspirar a alcanzar la cumbre de la Carta a los romanos, en que el apóstol expone de forma acabada y serena sus ideas teológicas. Pero hasta llegar a ese promontorio hay que emprender un largo viaje intelectual y espiritual. A diferencia de la predicación popular, tan clara y directa, del rabí Jesús, el entendimiento de los textos paulinos necesita un comentario. Cualidad observada ya muy temprano: en otro escrito neotestamentario, se dice de las cartas de Pablo que "hay algunos puntos difíciles de comprender, puntos que los que carecen de instrucción y firmeza interpretan erróneamente" [2 Pe 3,16].
Desde luego no es fácil leer ahora a palo seco las cartas de San Pablo sin una buena introducción. Entre el piélago de libros dedicados a la vida y la obra de San Pablo, me atrevo a recomendar por mi cuenta un librito reciente del profesor de NT Senén Vidal: Iniciación a Pablo [Sal Terrae, 2008]. Se trata de una "abreviatura" de otros estudios del autor sobre las cartas paulinas, que explica lo más elemental que debe saberse hoy sobre San Pablo al iniciar su lectura.
Nuestro conocimiento de las cartas de San Pablo es por lo común parcial y fragmentario. Algunas de sus páginas son de dominio público, como su inmortal "himno al amor" (1 Co 13,4-7). Fuera de éste y otros tópicos, hoy sólo se oye a Pablo en fragmentos, en la liturgia (que es su lugar sin duda), pero no se acostumbra a abordarlo seriamente, de corrido, como no sea en las escuelas de teología. No parece sólito que un seglar lea y estudie por gusto al apóstol. La lectura, por ejemplo, de su correspondencia con la comunidad de Corinto, podría provocarnos la ilusión de que ya hemos entendido a San Pablo. Es cierto que muchos pasajes parecen poseer un sentido directo, pero muy pronto, cuando avanzásemos en la lectura, sus ideas comenzarán a parecernos incomprensibles.
La dificultad de los escritos paulinos, observada de antiguo, exige que nos la expliquemos (dar con las dificultades, como dar en hueso, supone haber recorrido ya la mitad del camino para allanarlas). El primer obstáculo, de cajón, es que pasamos por alto que la acción apostólica de Pablo se realizaba sobre todo con su presencia y su predicación en las asambleas. Como en el caso de tantos maestros, profetas y predicadores de la antigüedad, el de Pablo fue un magisterio oral. El afecto que le tuvieron sus comunidades sólo se explica porque lo conocieron en persona, no por la fría mediación de sus escritos, a los que por eso mismo trataba de volcar un gran sentimiento y pasión. Sus cartas eran tan sólo el medio de mantener el contacto con las comunidades distantes, o el anuncio de su próxima llegada y el avance de sus enseñanzas; eran correspondencia.
El mensaje más vibrante de Pablo, que era de viva voz, se perdió con su prisión y martirio en Roma, y así habremos de conformarnos con el testimonio escrito de sus cartas, que no obstante cumplen a la perfección el axioma de McLuhan de que el medio es el mensaje: el anuncio de una buena nueva.
Seguramente Pablo hubiera sido en nuestro tiempo un gran usuario de las nuevas tecnologías (email, mobile phone... blog!), y hoy habría grabado en video sus discursos y prédicas en las sinagogas y las habría difundido en DVD o por youtube, como hacen ahora los predicadores de todas las religiones del mundo. Pero como autor de la antigüedad, leer a Pablo nos exige hacernos cargo de las tecnologías de las comunicaciones de su tiempo.
La forma epistolar, signo material de la correspondencia entre el apóstol Pablo (ausente) y sus comunidades (distantes), nos plantea una segunda dificultad. La enseñanza epistolar paulina contiene un mensaje universal, pero está entreverada con las respuestas a los problemas que le planteaban las comunidades cristianas con las que se relacionó en sus viajes misioneros. Por eso en buena medida las cartas son escritos ocasionales, no tratados universales, y en consecuencia las cuestiones que discute Pablo muchas veces nos parecerán extrañas, porque no estamos en situación. La tarea del lector de estas cartas será por tanto desbrozar aquel fondo de enseñanza universal, predicada por el apóstol para todos los tiempos, y separarla de las discusiones particulares de un tiempo y de un lugar.
Con todo, apenas hemos abordado todavía los mayores escollos que se presentan a un lector actual de San Pablo, que son ideológicos, esto es, la constelación de ideas sobre el mundo, el hombre y la religión, que el mensaje de San Pablo contiene y expresa. Pero tratar de este arduo asunto será tema de un nuevo post, para no alargar éste, que ya anda sobrado. Entre tanto, os deseo sinceramente a todos los lectores un Feliz Año Nuevo.