Et iterum venturus est cum gloria iudicare vivos et mortuos, "y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos": así reza el símbolo de la fe católica, porque también creemos que seremos juzgados al final de los tiempos, en el Juicio Final. El Evangelio de Mateo describe este juicio venidero con una imagen pastoril que todos entienden: Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda (Mt 25, 31-33).
Que se premie a los buenos, y que los malos sean castigados, es una esperanza universal. Si fuese posible, quisiéramos que la justicia definitiva que pusiese a cada uno en su sitio, a buenos y a malos, se realizase ya en esta vida misma. Pero como por amarga experiencia sabemos que no puede ser, porque los malos siempre se salen con la suya, y los buenos sólo ganan en las películas... tenemos la esperanza de que se haga justicia al menos después de la muerte. Es un consuelo compartido por los hombres de todos los tiempos. La fábula de postrimerías con que Sócrates arrullaba sus últimas horas en prisión, esperando beber la cicuta (Fedón 110c-115a), atestigua la antigüedad de la creencia en el juicio de los muertos.
La esperanza en el juicio final, es la esperanza de que no moriremos del todo. La resurrección de los muertos sería increíble si todos los sufrimientos de la humanidad hubiesen sido en vano, y no encontrasen reparación. Benedicto XVI lo ha expresado así, en un importante pasaje de la encíclica Spe Salvi: "La fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad" (Spe salvi, 43).
En el Juicio Final el sufrimiento de la humanidad encontrará justa reparación: a la que llamamos nuestra salvación. Dijo el Señor, según se lee en el Evangelio de Juan 3, 17, que Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. Nuestra esperanza no está en un proceso contradictorio, con preguntas y respuestas, acusados y defendidos, premios, penas y castigos, que es como nos representamos la justicia imperfecta de este mundo, en que los intereses de unos y otros están divididos y enfrentados. La justicia final que esperamos ha de ser mucho mayor de la que podamos representarnos ahora.
Tal vez la mayor de las sorpresas de esa justicia sin juzgador, es que nos aguarde la salvación a todos, y que al final, después de la muerte, no haya ni buenos ni malos, ovejas o cabritos. La reparación sin castigo repugna a nuestro sentido mundano de justicia, porque pensamos que del mal causado, por necesidad, debe responder algún malhechor. Pero éste es un criterio humano. Nos representamos nuestro destino después de muertos, aplicando prejuicios de andar por casa: no quisiéramos encontrarnos en la gloria, nosotros que pensamos ser "buenos", con la vecindad de algún "malo"; creemos que nuestro juez nos apartará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos.
Pero nada sabemos, hasta que llegue la hora. Entretanto, me gusta pensar que el relato del Evangelio de Mateo no pretende tanto describirnos cómo habrá de ser la justicia de ultratumba, que nadie puede conocer en el estado presente, sino que nos enseña la justicia con que debemos tratarnos entre todos, en este mundo, en esta vida, que es la única que tenemos: porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogísteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitásteis; en la cárcel, y vinisteis a mi.
.
Que se premie a los buenos, y que los malos sean castigados, es una esperanza universal. Si fuese posible, quisiéramos que la justicia definitiva que pusiese a cada uno en su sitio, a buenos y a malos, se realizase ya en esta vida misma. Pero como por amarga experiencia sabemos que no puede ser, porque los malos siempre se salen con la suya, y los buenos sólo ganan en las películas... tenemos la esperanza de que se haga justicia al menos después de la muerte. Es un consuelo compartido por los hombres de todos los tiempos. La fábula de postrimerías con que Sócrates arrullaba sus últimas horas en prisión, esperando beber la cicuta (Fedón 110c-115a), atestigua la antigüedad de la creencia en el juicio de los muertos.
La esperanza en el juicio final, es la esperanza de que no moriremos del todo. La resurrección de los muertos sería increíble si todos los sufrimientos de la humanidad hubiesen sido en vano, y no encontrasen reparación. Benedicto XVI lo ha expresado así, en un importante pasaje de la encíclica Spe Salvi: "La fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad" (Spe salvi, 43).
En el Juicio Final el sufrimiento de la humanidad encontrará justa reparación: a la que llamamos nuestra salvación. Dijo el Señor, según se lee en el Evangelio de Juan 3, 17, que Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. Nuestra esperanza no está en un proceso contradictorio, con preguntas y respuestas, acusados y defendidos, premios, penas y castigos, que es como nos representamos la justicia imperfecta de este mundo, en que los intereses de unos y otros están divididos y enfrentados. La justicia final que esperamos ha de ser mucho mayor de la que podamos representarnos ahora.
Tal vez la mayor de las sorpresas de esa justicia sin juzgador, es que nos aguarde la salvación a todos, y que al final, después de la muerte, no haya ni buenos ni malos, ovejas o cabritos. La reparación sin castigo repugna a nuestro sentido mundano de justicia, porque pensamos que del mal causado, por necesidad, debe responder algún malhechor. Pero éste es un criterio humano. Nos representamos nuestro destino después de muertos, aplicando prejuicios de andar por casa: no quisiéramos encontrarnos en la gloria, nosotros que pensamos ser "buenos", con la vecindad de algún "malo"; creemos que nuestro juez nos apartará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos.
Pero nada sabemos, hasta que llegue la hora. Entretanto, me gusta pensar que el relato del Evangelio de Mateo no pretende tanto describirnos cómo habrá de ser la justicia de ultratumba, que nadie puede conocer en el estado presente, sino que nos enseña la justicia con que debemos tratarnos entre todos, en este mundo, en esta vida, que es la única que tenemos: porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogísteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitásteis; en la cárcel, y vinisteis a mi.
.
La justicia está clara, amigo Joaquín, pero siempre me ha llamado la atención, poderosamente, la diferencia entre la izquierda y la derecha (y no hablo de política).
ResponderEliminar¿Cómo podemos asimilar el premio y el castigo?
Un abrazo.
... Ah, porque desde nuestra perspectiva mundana, en que se da el bien y el mal (lo diestro y lo siniestro), premios y castigos son necesarios.
ResponderEliminarDesde una perspectiva superior, que no podemos concebir, imaginar ni representar, que es la divina, puede ser que esas oposiciones (izquierdas y derechas) carezcan de todo sentido.
Pataleamos porque nos parece injusto que al malo le pudiesen salir bien las cuentas, incluso allende la muerte... Pero, bien mirado, lo que nos interesa es nuestra salvación, no la condenación de nadie.
¿Es que nuestras injusticias resultan mejor reparadas porque al malo lo castiguen? Parece que estamos aplicando lógica humana.
El relato de Mt 25 no dice, según pienso, eso, sino que nos manda portarnos bien y justamente con los que sufren.
Gracias Joaquín, y un abrazo.
ResponderEliminarYo por eso cuando un juez me da la razón, sabiendo que la tengo, no sufro tanto...
ResponderEliminarUn abrazo querido amigo
Quise decir que cuando UN JUEZ NO ME DA LA RAZON SABIENDO QUE LA TENGO....
ResponderEliminarAhora te entiendo, Onda.
ResponderEliminarBenedicto XVI, en la encíclica Spe Salvi, dice (más o menos) que esperar la justicia terrena es defraudar las expectativas de hambre y sed de justicia, irrealizables en este mundo imperfecto.
Lo sabes por experiencia.