El Papa Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, ha decidido motu proprio convocar un Año de la fe, que comenzará el año que viene: "statuimus ut Annus fidei indiceretur. Is die XI mensis Octobris anno MMXII incohabitur, ab incepto Concilio Vaticano II quinquagesima incidente anniversaria memoria, eidemque die XXIV mensis Novembris anno MMXIII, in sollemnitate D. N. Iesu Christi universorum Regis finis imponetur" [Porta Fidei].
Pero a mí, no es por llevar la contraria, se me ocurre que hubiera hecho mejor en convocar l'Année de l'amour (dicho así en francés, en homenaje a Saint François de Sales). Pues amor y confianza (amor mejor que caridad, y confianza mejor que fe, que viene del latín fidere, confiar) se confunden y no son nada por separado. Así lo dice Santo Tomás: Caritas dicitur forma fidei, inquantum per caritatem actus fidei perficitur et formatur (S.Th. 2-2 q.4 a.3), y antes que él Pablo de Tarso: faith which worketh by love (Gal 5,6).
Mientras leía y repensaba el motu proprio me vino a la cabeza un pasaje gracioso del diálogo Parménides (128a), aquel en que un joven Sócrates se encara con el viejo filósofo y le arguye: "Comprendo, Parménides, que Zenón, que está aquí con nosotros, no quiere que se le vincule a tí solo por esa amistad que os une, sino también por su obra. Porque lo que él ha escrito es, en cierto modo, lo mismo que tú, pero, al presentarlo de otra manera, pretende hacernos creer que está diciendo algo diferente". Eso me he dicho yo leyendo la carta del Papa, donde con retórica subidísima nos habla de la fe, cuando parece que lo primero debiera ser el amor. Aunque reconozcamos que así razonaba ya en su encíclica programática Gott ist die Liebe (2005), que ahora en perspectiva se entiende aún mejor. Se me antoja que a estas alturas, predicar sobre la fe en el mundo en que vivimos, es casi un brindis al sol, porque lo que de verdad necesitamos es amor (all you need is love).
Ratzinger, entonces y ahora, se muestra como un reaccionario, y afirma disgustado: "con frecuencia los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común". Como si fe y compromiso, en perspectiva teológica, fuesen asuntos diferentes, y hubiese que anteponer una cosa a la otra. El teólogo conciliar José María González Ruíz dijo mejor que creer es comprometerse [21rs]. Tal parece que Ratzinger viniese ahora a impugnar las versiones más cordiales del cristianismo, tomando partido por una iglesia de sacristía y de golpes de pecho.
El motu proprio hace encaje de bolillos para que, en pura retórica, la fe acabe por preceder a la caridad, aunque el Apóstol ya lo hubiese dicho bien claro: lo más valioso es el amor [maior est charitas, the greatest is love] (1Co 13,13). Esta regresión al intelectualismo viene de Santo Tomás, y en el fondo del abstruso nóeseos nóesis aristotélico. La doctrina de Ratzinger se entiende mejor desde estos supuestos.
Decía el aquinate que antes es conocer que querer, y primero es la fe antes que la caridad: Ultimus finis oportet quod prius sit in intellectu quam in voluntate: quia voluntas non fertur in aliquid nisi prout est in intellectu apprehensum. Unde cum ultimus finis sit quidem in voluntate per spem et caritatem, in intellectu autem per fidem, necesse est quod fides sit prima inter omnes virtutes... (S.Th. 2-2 q.4 a.7). Que la doctrina tomista deja frío como un témpano, es evidente en la prelación que según el doctor angélico debe seguirse en el amor (de ordine caritatis, S.Th. 2-2 q.26), que reduce el amor a un puro cálculo algebráico (v.gr. "utrum homo plus debeat diligere uxorem quem patrem et matrem"... ¿Y qué hay del amor de la mujer al marido?). Léanse como contraste las entrañables palabras del Traité de l'Amour de Dieu de San Francisco de Sales: "parce que Dieu ayant créé l’homme à son image et semblance, veut que comme en lui tout y soit ordonné par l’amour et pour l’amour" [I, VII].
No es mero asunto de estilos teológicos (lo que sería discusión estéril), sino que está en juego la esencia del cristianismo. ¿Es una religión que trata de creencias, o de buenas obras? Me atengo al pasaje del evangelio (Mc 12,28-34) donde se cuenta que un doctor de la ley [grammateus, scriba] preguntó a Jesús cuál es el mandamiento principal. Le contestó Jesús que el primero es la plegaria Shemá Israel (Dt 6,4), y el segundo, la regla de oro: Diliges proximum tuum tanquam te ipsum. Es muy interesante ver que el Maestro citó palabra por palabra la Biblia griega de los LXX, según el texto hebreo del Levítico (hebraice 'vaicra') [וְאָהַבְתָּ לְרֵעֲךָ כָּמוֹךָ]. Sucede así que los mayores mandamientos de los cristianos hunden sus raíces en la instrucción religiosa del pueblo de Israel, la Torá.
Cuando se dice que el cristianismo es la "religión de la fe", y el judaísmo la "religión de las obras", se ignora que originariamente, ambas religiones comparten un mismo principio esencial, que es la obediencia a la Ley de Dios, y que tan sólo la contaminación filosófica helenística ha hecho del cristianismo una religión de perfil ideológico. Por eso pienso que la preeminencia de los dogmas de la fe, sobre la práctica del amor (el amor a Dios y al prójimo) es una desviación de la primitiva esencia del cristianismo. Y esa preferencia de la fe sobre el amor, habla también de la impronta ideológica de Joseph Ratzinger, proclive más al helenismo, menos a la tradición hebrea.
(La traducción del pasaje del Parménides es de Mª Isabel Santa Cruz).
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