Con tantos libros nobles pendientes encima de la mesa, he tenido la flaqueza de leer este frío fin de semana de Pentecostés las memorias de Miguel Ángel Revilla, Nadie es más que nadie, que se está vendiendo como rosquillas. El libro me ha parecido sencillito de leer, entretenido, y me ha recordado una lectura de adolescencia, el Mirabeau o el politico de José Ortega y Gasset (que he extraviado), porque estoy persuadido de que Miguel Ángel Revilla es otro ejemplar del político, el individuo que se entrega en cuerpo y alma a la acción pública.
Menos que unas memorias, este libro tan liviano se queda en unas simples impresiones, confidencias y peroratas, con muchas protestas de honradez (que no se me ocurre poner en duda), aunque con lagunas. Revilla ha sido un personaje brillante, con la trayectoria de un cohete, aunque apenas cuenta nada de su vida profesional en la banca ni de sus clases de profesor en la universidad. El libro arranca con sus remembranzas de infancia en la montaña, y después de despachar con dos pases sus estudios y sus primeras armas en el Sindicato Vertical, pega un brinco para relatar su experiencia en la política de la región de Cantabria, de la que al fin y a la postre cuenta poco más que sus broncas con tirios y troyanos. Imposible sustraerse de la impresión de que el libro sea una vindicación (de vindicta) pro domo sua. Pero entremedio engancha al lector contando historias maravillosas (el ataque de lobos, el convite de Sniace en Torrelavega, su encuentro con Seve Ballesteros en el aeropuerto, los almuerzos con Juan Carlos, sus tratos con el poderoso Emilio Botín...).
El título, y lema que repite unas cuantas veces, nadie es más que nadie, parece la versión populista de aquello de que del rey abajo, ninguno. Asoma aquí el autarquismo celtíbero. ¿Y qué decir de esa antológica fotografía de Revilla agachado, ayudando a S.M. el Rey a calzarse unas albarcas pasiegas? Porque, en efecto, para echarse como un lacayo a los pies de una alteza sin padecer humillación, debe uno estar firmemente poseído de la propia dignidad. Pensándolo un poco, un gesto tan extravagante, tan alejado del protocolo de nuestros días (nadie se arrodilla hoy ante nuestro monarca) revela una actitud constante en Revilla, según propia confesión. Él nos dice que hay que ser obsequioso con quien manda y puede ayudarte a lograr lo que pretendes (que no ha de ser por fuerza nada ruin, sino algo tan noble como la defensa de la tierruca). ¡Por eso andaba por Madrid Revilla regalando latas de anchoas del Cantábrico y sobaos pasiegos! En el personaje esto es compaginable, según cuenta, con haberle cantado las cuarenta al lucero del alba (fuese Botín o el obispo de Santander). Y es que su lema podría haber sido también esse quam videri, "mejor ser que parecer". En fin, esto ya lo digo yo, eso de que nadie sea más que nadie, no se lo traga nadie, porque nos guste o no, los tratos mundanos se sustentan en las diferencias, unas justas y otras odiosas, y pregonar lo contrario parece más bien un grito de disconformidad con la marcha ordinaria del mundo. Pero ese es precisamente el motor del político de vocación, que no le contente el mundo tal como es.
La lectura del libro de Revilla me ha resultado ambivalente. Entretenido, pero desagradable. Está hecho a retales de las historietas divertidas que Revilla contará mil veces en sus tertulias. Y el libro es ejemplar porque muestra al político en su salsa, espectáculo nada edificante porque para ser político hay que tener encaje de pugilista. Me quedo con su confesión postrera: "A veces nos dejamos impresionar por figuras que son fruto de atención mediática. Pero créanme que hay pocas personas excepcionales. Todos tenemos claroscuros. Nunca me he considerado ni superior ni inferior a nadie. Detesto a los prepotentes y he podido comprobar cómo, cuando gozas de poder, las espaldas te duelen de palmadas y los oídos de elogios. Luego, cuando el poder desaparece, los "amigos" disminuyen. Pero hasta eso es bueno para discernir el trigo de la paja" (página 247).
Concluyo, a riesgo de pasar por pedante, advirtiendo de una errata. En la página 219 dice: "Los impuestos en España distan mucho de ser progresistas [sic], que es la clave de un impuesto justo; es decir, aquel que grava más al que más tiene y poco o nada al que menos posee". Pero uno de los principios que hacen justo al impuesto es que no sea proporcional, sino progresivo, nada que ver con que el impuesto sea progresista o conservador. Otra contaminación política del discurso.
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Menos que unas memorias, este libro tan liviano se queda en unas simples impresiones, confidencias y peroratas, con muchas protestas de honradez (que no se me ocurre poner en duda), aunque con lagunas. Revilla ha sido un personaje brillante, con la trayectoria de un cohete, aunque apenas cuenta nada de su vida profesional en la banca ni de sus clases de profesor en la universidad. El libro arranca con sus remembranzas de infancia en la montaña, y después de despachar con dos pases sus estudios y sus primeras armas en el Sindicato Vertical, pega un brinco para relatar su experiencia en la política de la región de Cantabria, de la que al fin y a la postre cuenta poco más que sus broncas con tirios y troyanos. Imposible sustraerse de la impresión de que el libro sea una vindicación (de vindicta) pro domo sua. Pero entremedio engancha al lector contando historias maravillosas (el ataque de lobos, el convite de Sniace en Torrelavega, su encuentro con Seve Ballesteros en el aeropuerto, los almuerzos con Juan Carlos, sus tratos con el poderoso Emilio Botín...).
El título, y lema que repite unas cuantas veces, nadie es más que nadie, parece la versión populista de aquello de que del rey abajo, ninguno. Asoma aquí el autarquismo celtíbero. ¿Y qué decir de esa antológica fotografía de Revilla agachado, ayudando a S.M. el Rey a calzarse unas albarcas pasiegas? Porque, en efecto, para echarse como un lacayo a los pies de una alteza sin padecer humillación, debe uno estar firmemente poseído de la propia dignidad. Pensándolo un poco, un gesto tan extravagante, tan alejado del protocolo de nuestros días (nadie se arrodilla hoy ante nuestro monarca) revela una actitud constante en Revilla, según propia confesión. Él nos dice que hay que ser obsequioso con quien manda y puede ayudarte a lograr lo que pretendes (que no ha de ser por fuerza nada ruin, sino algo tan noble como la defensa de la tierruca). ¡Por eso andaba por Madrid Revilla regalando latas de anchoas del Cantábrico y sobaos pasiegos! En el personaje esto es compaginable, según cuenta, con haberle cantado las cuarenta al lucero del alba (fuese Botín o el obispo de Santander). Y es que su lema podría haber sido también esse quam videri, "mejor ser que parecer". En fin, esto ya lo digo yo, eso de que nadie sea más que nadie, no se lo traga nadie, porque nos guste o no, los tratos mundanos se sustentan en las diferencias, unas justas y otras odiosas, y pregonar lo contrario parece más bien un grito de disconformidad con la marcha ordinaria del mundo. Pero ese es precisamente el motor del político de vocación, que no le contente el mundo tal como es.
La lectura del libro de Revilla me ha resultado ambivalente. Entretenido, pero desagradable. Está hecho a retales de las historietas divertidas que Revilla contará mil veces en sus tertulias. Y el libro es ejemplar porque muestra al político en su salsa, espectáculo nada edificante porque para ser político hay que tener encaje de pugilista. Me quedo con su confesión postrera: "A veces nos dejamos impresionar por figuras que son fruto de atención mediática. Pero créanme que hay pocas personas excepcionales. Todos tenemos claroscuros. Nunca me he considerado ni superior ni inferior a nadie. Detesto a los prepotentes y he podido comprobar cómo, cuando gozas de poder, las espaldas te duelen de palmadas y los oídos de elogios. Luego, cuando el poder desaparece, los "amigos" disminuyen. Pero hasta eso es bueno para discernir el trigo de la paja" (página 247).
Concluyo, a riesgo de pasar por pedante, advirtiendo de una errata. En la página 219 dice: "Los impuestos en España distan mucho de ser progresistas [sic], que es la clave de un impuesto justo; es decir, aquel que grava más al que más tiene y poco o nada al que menos posee". Pero uno de los principios que hacen justo al impuesto es que no sea proporcional, sino progresivo, nada que ver con que el impuesto sea progresista o conservador. Otra contaminación política del discurso.
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