El arzobispo de Madrid, ya emérito, cardenal Antonio María Rouco Varela, cumplió 75 años el 2011, en los días que se celebraba en la capital la Jornada Mundial de la Juventud (la JMJ). La Santa Sede ha acabado por aceptar su renuncia este mes de agosto de 2014. Y en pocos días, casi en unidad de acto, se publica el libro Rouco. La biografía no autorizada [Ediciones B], del periodista, director de Religión Digital, José Manuel Vidal.
Lo he leído con avidez. Un viernes, con el libro bajo el brazo, de vuelta a casa, no aguardaba la hora del almuerzo para ir leyendo las primeras páginas en el autobús, donde me sorprendió in fraganti leyendo absorto mi amigo Gabriel, que volvía de su despacho. Un poco sonrojado de que me viese enfrascado en historias de curas, en lugar de repasando el Marca o el As, o poniendo un whatsapp, dejé el libro a un lado y cambié de tema. Pero ahora que he concluído el libro en una exhalación (son 600 páginas) le voy a dedicar unas notas, para justificar que esta biografía me parece de gran interés (sea autorizada o no), y escrita con la elegancia y soltura propias de un periodista baqueteado en la información religiosa.
Rouco, desde la capital del país, ha sido el jefe de la iglesia española de los últimos veinte años, lo que significa un gran trecho de nuestras vidas. Leer u oir hablar de Rouco es como tratar de nuestro tiempo, de lo que ha sido y es hoy la iglesia católica en España. Y por eso José Manuel Vidal no comienza su biografía a capite, sino explicando el panorama eclesial que deja Rouco, después de la renuncia de Benedicto XVI y con el papa electo Francisco (de Ratzinger a Bergoglio). Rouco ya es historia, ya es sólo biografía, y muy pronto, parte del pasado de todos los que aún transitamos por el mundo.
Uno se pregunta si un eclesiástico como Rouco tiene en verdad vida que se pueda contar en una biografía. Lo de que pueda ser biografía autorizada es un concepto anglosajón (authorized biography), y se refiere a si el sujeto ha participado en mayor o menor medida en la elaboración del relato redactado por otro. Pero esto es accidental. Más interesante son las autobiografías, escritas por inclinación, ruego o mandato. De Pablo de Tarso (en la carta a los gálatas) en adelante, disponemos de testimonios vitales eximios, como son los de San Agustín, San Ignacio de Loyola o Santa Teresa de Jesús. Parece entonces que sí, que sería posible la biografía o autobiografía de una vida en religión.
Sin embargo, esto es un error. Si pensamos por ejemplo en el relato de la vida y las fundaciones de Santa Teresa, no encontraremos nada de lo que esperamos habitualmente por una "biografía", entendida como la explicación de acontecimientos privados y particulares. Esa es la biografía individualista burguesa. Por el contrario, en Santa Teresa se confunden perfectamente la vida propia y la vida de religiosa en comunidad. Tampoco la vida de un hombre o una mujer religiosos consiste en Ideas and Opinions (como las de Albert Einstein) o en un Philosophical Development (como el de Bertrand Russell). Por eso el cardenal John Henry Newman, en la Apologia pro vita sua, al llegar a la altura de 1845, año de su conversión, explica que ya no tiene más religious opinions que contar, porque en la iglesia católica ya se había aquietado en su continuo disputar, conformándose con la doctrina común de la iglesia.
La vida de cualquier eclesiástico es, estrictamente, historia de la iglesia, porque en la iglesia el religioso no tiene vida que sea suya. Quizá Rouco haya tenido experiencia de vida propia en su años de formación académica en Munich y Salamanca, consagrado a la ciencia canonista (de 1959 a 1976). Esa etapa de su vida terminó de golpe cuando comenzó su carrera episcopal, al ser nombrado obispo auxiliar de Santiago. Desde entonces, hay que pensar que la vida de Rouco no ha sido suya, ni hay nada de particular que contar de su persona, sino que en realidad Rouco ha sido un fragmento importante de la vida de la iglesia.
Dice muy bien José Manuel Vidal que esta biografía no autorizada no sea propiamente tal, sino una crónica, porque tal vez la vida de Rouco sólo pudiese contarla el propio individuo, con los límites dichos. Pero el libro de Vidal es una excelente crónica de la vida pública de la iglesia española, al menos de los últimos cuarenta años, desde el momento en que Rouco accede al episcopado.
Me gustaría comparar este libro de Vidal, con las biografías de dos arzobispos eminentes de mi diócesis, la de Pedro Segura. Un cardenal de fronteras (B.A.C., 2001), del canónigo Francisco Gil Delgado, y la de José María Bueno Monreal. Semblanza de un cardenal bueno (San Pablo, 2012), del sacerdote Carlos Ros. La primera es una biografía seria, con aparato documental, y la otra se queda en una humilde semblanza. Pero ambas presentan una continua ingerencia de los autores en el relato, porque cada uno conoció y trató de cerca a su cardenal. Es el caso también de Vidal, amigo cercano hasta cierto momento de Rouco, y que en no pocas páginas cuenta sus contactos o fricciones (cuenta que Rouco le ayudó a obtener la dispensa del sacerdocio de Roma). Por eso esta biografía no es un relato académico aséptico, sino una crónica cercana y vivida.
Esta biografía de Rouco es principalmente la crónica de su arzobispado madrileño (1994-2014), los últimos veinte años de su vida hasta el presente, a los que el libro dedica 400 de sus 600 páginas (dos tercios). Menos atención se presta a los años de Rouco en Munich y Salamanca, 17 años de formación y magisterio referidos en tan sólo unas 80 páginas. En cambio, Vidal se demora en contar los años de infancia y de seminarista en Mondoñedo (1936-1954), a los que dedica 70 páginas (todo un retrato de la vida religiosa de entonces).
La biografía destaca en la descripción de cómo se hace carrera en la iglesia, donde se asciende por recomendación de protegidos. Nos apresuramos a decir, en cualquier caso, que Rouco ha llegado a cardenal porque lo ha merecido, y ha sido continuamente a lo largo de su trayecto vital un hombre in the right place at the right time, y como se suele decir, cayó en gracia de sus protectores.
Sobre todo el libro es una crónica de las tensiones entre la iglesia y el poder civil, durante la presidencia del gobierno de José Luís Rodríguez Zapatero (2004-2011), que ha hecho ganar a Rouco una imagen antipática. Rouco fracasó en su lucha contra la ley del aborto y la ley del matrimonio de personas del mismo sexo (el artículo 44 del código civil), porque la moral de la iglesia católica no es la moral de toda la sociedad española tout court. Pero sí tuvo éxito en defender la posición jurídica de la iglesia católica en España, y mantener la vigencia de los Acuerdos entre la Sede Apostólica y España de 1979.
Antes he aludido al cardenal Segura (1880-1957), y me doy cuenta que Rouco y Segura se parecen. Ambos de gesto antipático (al menos en público), poseídos de convicciones inconmovibles. Segura, como Rouco, era doctor en derecho canónico, por la pontificia de Comillas. Los dos han padecido esa deformación profesional, propia de la gente del derecho, del espíritu de constante negación, litispendencia y contradicción (contradictio). Hasta el punto de que los dos, en algún momento, han echado mano de la excomunión (efectiva, en el caso de Segura, e intentada o pensada al parecer, en el caso de Rouco). Pero Rouco tan sólo ha debido enfrentarse a un débil presidente Zapatero, mientras que Segura se batió contra la Segunda República, y luego contra el generalísimo Franco, nada menos (aún tengo grabado ver de niño la fachada del palacio episcopal pintada con el yugo y las flechas, fechoría de los ultras de los años cincuenta, que Segura ordenó que no se retirasen...).
El lector no tiene por qué compartir todos los juicios de valor que va expresando José Manuel Vidal a lo largo del libro. Me parecen especialmente infortunadas las "claves de una vida" del último capítulo, porque sencillamente no lo son. La vida de Rouco se confunde con la historia de la iglesia española, y no es justo que se comprima en unos titulares sensacionalistas. Pero tiene su gracia que Vidal diga de Rouco que "el poder fue su gran vicio, porque, cuando se controla el apetito concupiscible, se desmanda el irascible". No porque sea falso, sino porque el ansia de poder es una debilidad que, de los cardenales abajo, salvo casos de santidad probada, podría predicarse casi de cualquier eclesiástico (coadjutores de parroquia y sacristanes incluso). Y de cualquiera de nosotros, también.