Leo en el noticiario de la Real Academia Española el anuncio de la publicación, el año que viene, de un Diccionario del Español Jurídico, dirigido por el académico Santiago Muñoz Machado [rae]. La noticia me parece interesante, aunque la he leído con bastante escepticismo. ¿Es posible, en verdad, confeccionar a estas alturas un diccionario jurídico? Al instante, he recordado esas palabras del antijurista Julius von Kirchmann, que todos aprendimos en el primer curso de carrera: «tres palabras de un legislador y bibliotecas enteras se convierten en basura» [scielo], y que, entendidas en su justa medida, encierran una verdad que los juristas conocen por la práctica: que el derecho es mudable. Y lo decía también Santo Tomás, S.Th. I-IIª, q 97, a 1: Ex parte vero hominum, quorum actus lege regulantur, lex recte mutari
potest propter mutationem conditionum hominum, quibus secundum diversas
eorum conditiones diversa expediunt [CTh].
Pese a las primeras objeciones que se me ocurren, voy a esperar con mucho interés la aparición de este diccionario jurídico, avalado por la autoridad de la Real Academia (véase que no tengo más remedio que emplear un término de raigambre jurídica, el aval). Pero hasta entonces, no puedo evitar que se me agolpen muchas dudas sobre la realización del diccionario. Lo primero, que es raro que los juristas tengan a mano, en su trabajo diario, un diccionario jurídico (igual de chocante sería que un médico se valiese en el día a día de un "diccionario de términos médicos"). El jurista conoce su profesión y no necesita que se la expliquen. Apenas hace unos días que oí a alguien emplear esa bonita palabra jurídica, dolo, que los juristas tienen interiorizada sin necesidad de acudir a ningún diccionario.
Pero hay otra razón más importante para que los juristas desdeñen el uso de un diccionario jurídico. Los términos del derecho no se definen simplemente por el uso, como las palabras corrientes. Por ejemplo, el término consentimiento tiene un significado usual, que es seguro que cualquier hablante entiende, pero que en su sentido técnico requiere muchas precisiones y distingos. En realidad, el jurista conoce el valor de sus palabras técnicas en la salsa del medio jurídico en que se mueve, formada por una red de normas y principios, irreductibles a la simple definición plana de un diccionario. Lo que necesita el jurista no son definiciones de diccionario, sino mapas con los que guiarse dentro de la jungla de las leyes vigentes, y esa función la cumplen en la práctica los mementos [Lefebvre] y las bases de datos de legislación y jurisprudencia en línea, que se actualizan al día. Un diccionario a la antigua, en papel, orientado supuestamente a guiar al jurista en la interpretación del derecho, estará ya muerto a las 24 horas de publicarse, como profetizaba Julius von Kirchmann.
Tal vez este nuevo diccionario académico pretenda construirse como un prontuario enciclopédico de conceptos del derecho, organizado como elenco alfabético de monográfías temáticas (en torno a grandes nociones tales como "contrato", "delito", "tributo"...). No veo que el destino que le aguarde a un diccionario así concebido, sea muy distinto del que sufren tantísimas publicaciones oportunistas de las casas editoriales, cuyo plazo de caducidad está fijado por las "tres palabras" que se le ocurra vomitar al legislador de turno (de nuevo hay que citar a Kirchmann). Ningún libro pierde más valor con el trascurso del tiempo como esos Comentarios a la ley X..., que pasado el tiempo los libreros de viejo no dudan en arrojar a la basura, por inservibles. Con todo, no soy tan derrotista, y defiendo el gran valor de los libros jurídicos antiguos. Me gusta leer y consultar el Curso de derecho mercantil de Joaquín Garrigues, aunque sepa que sea un libro inútil para conocer el derecho vigente. Lo que de verdad importa es el espíritu del derecho (lo que distingue al jurista), no la letra de las leyes (asunto propio de leguleyos y pleitistas).
En general, no me gusta que una ciencia se presente en forma alfabética, que es el orden más próximo al caos (aunque a J.L. Borges sí le gustase leer enciclopedias). No le encuentro ningún sentido a que "contrato" vaya en la C, "delito" en la D, "pacto" (pacta sunt servanda) en la P, y "tasa" en la T. Más bien, tengo en la cabeza otra idea de diccionario jurídico, que no sé siquiera si existe. Sería uno elaborado de forma crítica e histórica, fundado en un enfoque universal y antropológico, y no necesariamente ceñido a una cultura o lengua particular (que sería el caso, por ejemplo, de un diccionario de derecho romano). Estoy pensando en un diccionario que acogiese esas grandes instituciones, que trascienden a cualquier época o territorio (pensemos por ejemplo en las uniones maritales y familiares). Me temo, sin embargo, que el propósito de este nuevo diccionario de la Academia no irá por ahí, y se quede en una revista más modesta de la legislación vigente. Pero ya veremos, no adelantemos acontecimientos.
La imagen de arriba es un dibujo de Daumier, de la serie "Les gens de Justice", donde el chiste está en el juego de las palabras "joven" y "huérfano": Oui, on veut dépouiller cet orphelin, que je ne qualifie pas de jeune,
puis qu'il a cinquante sept ans, mails il n'en est pas moins
orphelin.... je me rassure toute fois, messieurs, car la justice a
toujours les yeux ouverts sur toutes les coupables menées !...
[Via]
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