La divina providencia, el hado, la sincronicidad jungiana o, tal vez, la simple casualidad, ha querido que ahora haya leído La ignorancia lúcida, de Luís Cencillo, último libro de los suyos, publicado póstumamente el año 2009. Es una declarada autobiografía intelectual, la historia de las ideas del autor. El filósofo inglés R.G. Collingwood, en la suya propia (de 1939), antepuso en el prefacio una clara y concisa definición: "The autobiography of a man whose bussiness is thinking should be the story of his thought". La narrativa de las ideas propias, que es distintivo de la autobiografía intelectual, se hace evidente ya en los títulos de muestras modernas del género: History of my religious opinions (1865), de John Henry Newman; My philosophical development (1959), de Bertrand Russell; o Unended Quest: An Intellectual Autobiography (1976), de Karl Popper. La ignorancia lúcida es, en el mismo sentido, el relato que hace Luís Cencillo de la historia de su pensamiento. En alguna ocasión ya me he referido a este autor [ver], a propósito de su librito sapiencial Cómo no hacer el tonto por la vida. Puesta a punto práctica del altruísmo, que ya está agotado. Este detalle es un síntoma. Cada vez va a ser más difícil encontrar los libros de Luís Cencillo en las librerías. Ha sido un genio, muy admirado, según cuentan, por sus alumnos de Salamanca, por sus colaboradores directos, o simplemente por sus lectores. Sus libros son muy inteligentes e incisivos, pero tal vez sin garra literaria. Podrán estar destinados al olvido, aunque la obra ya está hecha, la siembra de sabiduría en el prójimo. La memoria del nombre es un accidente.
Mientras he estado leyendo La ignorancia lúcida, he pensado en este género que es la autobiografía intelectual. Es un rasgo casi inevitable en cualquier escrito literario, porque no hay autor que renuncie a dejar algún recuerdo de sí propio. El filósofo Javier Sádaba piensa que la autobiografía intelectual se inaugura con Jean-Jacques Rousseau, aunque parece un prejuicio que se olvide de Augustín de Tagaste, que es más antiguo. Y aún más, un pasaje célebre del Fedón es ya autobiografía, donde Sócrates (Platón) explica su "segunda navegación". En la Biblia, puede pensarse que el Eclesiastés escribe también su autobiografía intelectual, evidente en el pasaje introductorio: Yo, Cohélet, he sido rey de
Israel, en Jerusalén, y me dediqué a investigar y
a explorar con sabiduría todo lo que se hace bajo el cielo: es esta una ingrata
tarea que Dios impuso a los hombres para que se ocupen de ella...
La expresión "ignorancia lúcida" quiere ser la cifra del pensamiento de Luís Cencillo. Todos somos ignorantes, porque por constitución física y psíquica somos incapaces de conocer la realidad total, tal como es. El alcance de nuestro entendimiento es limitado por necesidad, aunque sepamos que hay algo más. Pero esa ignorancia, para los sujetos conscientes, puede ser lúcida, iluminada por la noción de bien, verdad y belleza. Luís Cencillo tenía una perspectiva providencialista y esperanzada de la vida (fue sacerdote, antiguo jesuíta), y esta autobiografía termina haciendo un examen de conciencia y un acto de fe en la vida futura, en presencia de todos nosotros, sus lectores.
Días pasados me refería a un libro del filósofo Javier Sádaba, La vida buena. Como conquistar nuestra felicidad [aquí], y su concepto, a mi parecer estrecho, pequeñoburgués, del "estar bien" en la vida. Dice Sádaba: "Si mi cuerpo funciona con aceptable normalidad, no me faltan útiles para satisfacer las necesidades básicas y hasta un tolerable lujo, no padezco un carácter endeble y merezco la confianza de mis semejantes, soy objetivamente feliz. Y lo será cualquier otro al que le suceda lo mismo". Es que Sádaba es ateo, él dice que agnóstico, y sólo cree en lo que tiene cerca. En la cincuentena, escribió sus memorias intelectuales: Dios y sus máscaras. Autobiografía en tres décadas (1993), donde relataba sus experiencias religiosas y de seminarista en Comillas, Santander, y sus estudios de teólogo en Roma, en la Gregoriana (donde dicen que llegó a recibir las órdenes menores), a lo largo de los años 50, 60 y 70, y en que repasa el cambio de costumbres y mentalidades de la España de entonces. El lector no se explica bien por qué Javier Sádaba perdió la fe, si es que alguna vez la poseyó. Un asunto privado, en cualquier caso.
La experiencia de Luís Cencillo (algo mayor que Sádaba), en algo se asemeja (sostuvo ideas muy críticas sobre el derrotero de la Iglesia Católica y de la civilización triunfante de occidente), aunque predomina en conjunto su visión creyente. Esto se puede comprobar en su aproximación, en este libro de La ignorancia lúcida, al tema de la felicidad (él pensaba que fue infeliz en su vida). Aquí me limitaré a copiar, como contraste con Javier Sádaba, unas pocas líneas que no hacen justicia al conjunto, pero muy expresivas (su breve comentario al Calígula de Albert Camus es muy interesante):
"La felicidad lograda habría de ser algo tan dinámico y rico en matices y en vivencias que activase todo cuanto de vital, creativo y positivo y valioso hay en los que son verdaderamente felices (...) Aunque la felicidad en tal grado de integridad fuese asequible yo no consideraría como lo esencial para que nuestro estar en la realidad del mundo tenga sentido. Es perfectamente posible una vida llena de humillaciones, fracasos y dolor que esté llena de sentido para el sujeto que la padece y para el mundo en que transcurre. Quien es feliz por las razones y medios en que la gente dice y se siente "feliz", puede no aportar nada benéfico a su mundo, sino solo a su propio disfrute subjetivo" (pág. 193).
Desde una perspectiva de puro análisis natural de nuestras relaciones con el mundo y con el prójimo, es más valioso "hacer" el bien, antes que "estar" bien. El propio bienestar se consigue generalmente a costa de la explotación del prójimo, piensa Cencillo. Esta es una respuesta posible a la ética epicurea de Javier Sádaba.
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Días pasados me refería a un libro del filósofo Javier Sádaba, La vida buena. Como conquistar nuestra felicidad [aquí], y su concepto, a mi parecer estrecho, pequeñoburgués, del "estar bien" en la vida. Dice Sádaba: "Si mi cuerpo funciona con aceptable normalidad, no me faltan útiles para satisfacer las necesidades básicas y hasta un tolerable lujo, no padezco un carácter endeble y merezco la confianza de mis semejantes, soy objetivamente feliz. Y lo será cualquier otro al que le suceda lo mismo". Es que Sádaba es ateo, él dice que agnóstico, y sólo cree en lo que tiene cerca. En la cincuentena, escribió sus memorias intelectuales: Dios y sus máscaras. Autobiografía en tres décadas (1993), donde relataba sus experiencias religiosas y de seminarista en Comillas, Santander, y sus estudios de teólogo en Roma, en la Gregoriana (donde dicen que llegó a recibir las órdenes menores), a lo largo de los años 50, 60 y 70, y en que repasa el cambio de costumbres y mentalidades de la España de entonces. El lector no se explica bien por qué Javier Sádaba perdió la fe, si es que alguna vez la poseyó. Un asunto privado, en cualquier caso.
La experiencia de Luís Cencillo (algo mayor que Sádaba), en algo se asemeja (sostuvo ideas muy críticas sobre el derrotero de la Iglesia Católica y de la civilización triunfante de occidente), aunque predomina en conjunto su visión creyente. Esto se puede comprobar en su aproximación, en este libro de La ignorancia lúcida, al tema de la felicidad (él pensaba que fue infeliz en su vida). Aquí me limitaré a copiar, como contraste con Javier Sádaba, unas pocas líneas que no hacen justicia al conjunto, pero muy expresivas (su breve comentario al Calígula de Albert Camus es muy interesante):
"La felicidad lograda habría de ser algo tan dinámico y rico en matices y en vivencias que activase todo cuanto de vital, creativo y positivo y valioso hay en los que son verdaderamente felices (...) Aunque la felicidad en tal grado de integridad fuese asequible yo no consideraría como lo esencial para que nuestro estar en la realidad del mundo tenga sentido. Es perfectamente posible una vida llena de humillaciones, fracasos y dolor que esté llena de sentido para el sujeto que la padece y para el mundo en que transcurre. Quien es feliz por las razones y medios en que la gente dice y se siente "feliz", puede no aportar nada benéfico a su mundo, sino solo a su propio disfrute subjetivo" (pág. 193).
Desde una perspectiva de puro análisis natural de nuestras relaciones con el mundo y con el prójimo, es más valioso "hacer" el bien, antes que "estar" bien. El propio bienestar se consigue generalmente a costa de la explotación del prójimo, piensa Cencillo. Esta es una respuesta posible a la ética epicurea de Javier Sádaba.
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