12 junio 2018

Julián Herranz, y Luís Cernuda teólogo

Una razón, la principal, de que nos gusten los libros viejos y baratos, es que ya no están de actualidad, y pueden ser valorados por sus méritos sin ningún compromiso. Si son buenos libros, lo serán siempre, aunque sean viejos. Y además nos sustraemos del coste de intermediación, por el que los libros nuevos, comprados en librerías, nos parecerán siempre caros. Pero si soy sincero, si de libros nuevos se trata, acabo de comprarme la novela A tale of two cities, de Charles Dickens, por sólo 3,75 euros (Wordsworth Editions), que me gustaría que fuese lectura veraniega, Dios dirá. De momento estoy leyendo En las afueras de Jericó. Recuerdos de los años con San Josemaría y Juan Pablo II, del cardenal Julián Herranz [Rialp], que en El Jueves me ha costado el dispendio de ¡un  euro! Y eso porque el valor venal de los libros de segunda mano tiende a cero, sea cual fuere su mérito. Es una autobiografía intelectual, como lo son también, de la otra banda, las de Javier Sádaba y de Luís Cencillo, de las que ya he hablado [aquí]. Si adoptase la terminología de Umberto Eco, yo diría que Sádaba y Cencillo serían apocalittici, y Julián Herranz un integrato

El cardenal Herranz es, como se decía antiguamente, un colega nuestro (valga el simpatico atrevimiento), un hombre dedicado al derecho propio de la Iglesia católica, un canonista. Su libro, que son unas memorias de cosas vistas y oídas, puede tener los defectos de los escritos de los juristas, y más el que haya sido, como Julián Herranz, durante su larga vida, curial de la Santa Sede (Montini, el papa Pablo VI, fue un joven minutante de la Secretaría de Estado, es decir un burócrata de la Iglesia Católica). El cardenal Julián Herranz, que aún vive, es Presidente Emérito del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, la antigua "Pontificia Commissione per l’interpretazione autentica del Codice di Diritto Canonico" (La funzione del Consiglio consiste soprattutto nell’interpretazione delle leggi della Chiesa) [vat]. Es un libro de prosa gris, sobria y contenida, que peca de parquedad, prudencia, cautela y reserva, donde el lector adivina que es tan importante lo que se dice como lo que se omite decir. De nobis ipsis silemus. Son grandes virtudes de jurista, pero no sé yo si también las de un escritor que aspire a la amenidad. Pero tal vez estoy siendo injusto con mi reseña, porque Herranz, con todo, logra ser un escritor fluido e interesante (de otro modo ya hubiera cerrado el libro por la página tres). No voy a negar tampoco su interés testimonial. Herranz relata que fue uno de los colaboradores que asistieron a Escrivá cuando cayó muerto de un infarto en su despacho, haciéndole el boca a boca (Herranz también es doctor en medicina).

No salgo de los márgenes de la teología, porque mi interés era contar algo de otro libro. Esta mañana, merodeando en la plaza de la Encarnación, encontré en un kiosko una Antología poética de Luís Cernuda (Barcelona, Plaza y Janés, Selecciones de poesía española, 1974), edición de Rafael Santos Torroella. Un ejemplar aseado, de páginas inmaculadas, que sólo me ha costado 1€ (en el mercado de viejo no cuesta mucho más). No colecciono ediciones de Cernuda, aunque me gusta la de Adonais [Rialp], del profesor José Luís Bernal Salgado [UEx]. Mientras tomaba un café, hojeaba la antología, y fui a parar a uno de los poemas mayores de Luís Cernuda, "Apología pro vita sua", del libro Como quien espera el alba (1941-1944). En la excelente cronología cernudiana de la Residencia de Estudiantes, leo que Luís Cernuda, en el año 1943, "se traslada como Lector a la Universidad de Cambridge. Allí reside en Emmanuel College, donde escribe el poema «El árbol». Termina Como quien espera el alba" [Residencia]. Hay que imaginarse al poeta, que se marchó a Inglaterra en febrero de 1938, extrañado de su tierra, haciendo por esos años un balance de vida. Eso es el poema "Apología pro vita sua". Es un poema extenso, que debe ser conocido (la antología de la colección "Adonais" no lo recoge). Aquí copio los último versos, grandes de esperanza:

Para morir el hombre de Dios no necesita,
Mas Dios para vivir necesita del hombre.
Cuando yo muera, ¿el polvo dirá sus alabanzas?
Quien su verdad declare, ¿será el polvo?
Ida la imagen queda ciego el espejo.
No destruyas mi alma, oh Dios, si es obra de tus manos;
Sálvala con tu amor, donde no prevalezca
En ella las tinieblas con su astucia profunda,
Y témplala con tu fuego hasta que pueda un día
Embeberse en la luz por ti creada.
Si dijiste, mi Dios, cómo ninguno
De los que en ti confíen ha de ser desolado,
Tras esta noche oscura vendrá el alba
Y hallaremos en ti resurrección y vida.
Para que entre la luz abrid las puertas.

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