Cervantes nunca defrauda, leyendo cualquier parte de su varia obra, incluso sus poesías. Algunos veranos, pareciéndome que no tenía nada mejor que leer, me he llevado a los ojos el Quijote, que siempre divierte. Pero este verano ha sido la hora de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia setentrional, su obra póstuma de 1617, que ya estoy leyendo. El Quijote es la novela popular, por la atracción irresistible de sus personajes protagonistas, auténtica creación universal, porque son un arquetipo del espíritu humano (el gordo y el flaco, o el clown listo y el payaso tonto, el augusto, o el rústico de las comedias antiguas..., y así sucesivamente). En comparación, el Persiles es un libro hiperclásico, destinado a un público lector distinguido (no ahorro advertencias para quien se plantee leerlo). El Quijote nos da la risa, el Persiles no, es más serio. Sin embargo, hay quienes piensan que el Persiles puede superar en excelsitud al mismo Quijote, por ser una obra artística sublime. Así que debe existir un secreto club de fans del Persiles, como lo habrá de otros clásicos de nuestra lengua que se tienen por difíciles, a los que me apunto, como es por ejemplo el Criticón del jesuíta Baltasar Gracián. Por ser de aventuras marítimas, el Persiles es una lectura refrescante del verano, leído al resguardo de los peligros de la mar. Yo me atrevería a afirmar que no se entenderá nunca nada bien el Quijote sin haber leído el Persiles, porque esta es novela donde se compendia y expresa a rienda suelta el arte literario de Miguel de Cervantes. Es, en síntesis, la literatura en estado puro, compuesta sin parar de relatos por el puro placer de contar historias. Esto es parte de nuestra naturaleza, desde que siendo niños nos contaban fábulas de brujas y monstruos para asustarnos benignamente. ¡Qué grande es Cervantes!
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