Si el ideal de un libro es, como el de cualquier discurso, instruir, dar placer y mover el ánimo, no dudo que el último publicado del paleoantropólogo español Juan Luís Arsuaga cumple todas estas condiciones: Vida, la gran historia. Un viaje por el laberinto de la evolución [Destino]. Se trata de una discusión muy amena, escrita con gran claridad y elegancia, de las teorías evolucionistas modernas (neodarwinistas y ultradarwinistas). Destinado a los profanos como yo, aunque sin concesiones a la galería (dice muy bien en el prólogo que prefiere ser interesante a divertido). El libro tiene casi 600 páginas (incluídas las notas, pero no bibliografía e índices). Arsuaga propone, para que sea llevadero, que el lector lea el libro en un par de semanas, a razón de un capítulo por día. Pero yo lo he hecho en apenas cinco días, descansando de la lectura sólo para comer, domir y pasear, como cuando era adolescente. Y esto no lo digo yo para presumir ahora de fagocitador de libros, sino para explicar que me ha enganchado de verdad. Pero también me ha dejado grandes interrogantes.
Arsuaga, que es catedrático de Paleontología de la Complutense, adopta una rigurosa perspetiva científica. Lo que no pueda explicarse por el registro fósil, o por el examen de las especies vivientes, no puede tomarse en consideración. La teoría evolucionista (desde Charles Darwin en adelante) tiene muchísimo de especulativo y de problemas no resueltos, pero las evidencias naturales favorecen que la comunidad científica converja en una misma forma de entender las cosas. Lo que yo me pregunto, desde mi profanidad, es si las teorías evolucionistas (que son las que pretenden explicar el hecho de la evolución biológica, que hoy no se discute) logran explicar la singularidad de nuestra especie, los humanos modernos. Nosotros somos capaces de representar y alojar en nuestra mente el mapa del entorno, del espacio físico y de nuestros semejantes (algo tan simple como cuando, por los mañanas, camino hasta la parada del autobús, porque sé que llegará en cinco minutos, y al subir me encuentro con el conductor y con otros viajeros, a los que no conozco). Pero lo que no entiendo (literalmente, "lo que no me cabe en la cabeza") es el resorte evolutivo que ahora me permita sobrevolar el espacio físico más inmediato, y pueda hacerme una representación mental del universo mundo, e incluso de su creador, et hoc dicimus Deum.
Estas son el tipo de pregunta de ¿qué hacemos en la vida?, ¿por qué estamos aquí?, y que la ciencia no sólo no puede responder, sino que ni siquiera explica cómo aparecen en nuestra mente. Arsuaga se refiere en su libro a la célebre escena de la película 2001, una odisea del espacio, en que "el simio se hace humano" cuando aprende a usar un arma (un hueso de animal), con el que mata a un competidor en una charca. El guión de Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick, pone imágenes a una hipótesis principal de la hominización. Lo que me ha llamado la atención es que Arsuaga no se refiera a la escena inmediatamente antecedente, igual de célebre, cuando la banda de monos descubre el monolito (debemos pensar con valor metafórico, no literal), que transmite la inteligencia a los que todavía son animales. La idea es que la inteligencia reflexiva y simbólica, que es exclusiva de la especie humana, no puede explicarse con los resortes evolutivos, inmanentes y naturales, y debe por tanto postularse un atractor (o como queramos llamarlo) que haya dirigido la evolución de la especie desde el exterior de la naturaleza física. Arsuaga por supuesto me replicaría que esta hipótesis no es científica, porque no es falsable ni contrastable con el registro fósil o con los seres vivos conocidos (incluso nosotros). Es cierto, la ciencia se detiene en el umbral de lo físico, al precio de ser incapaz de explicar los fenómenos más sobresalientes de la humanidad.
Me gustaría poner un ejemplo (aunque dude si es acertado), para explicarme. Pensemos en un aeropuerto, quizá el aeropuerto internacional de Bangkok. Si deambulamos por los pasillos, ¿qué vemos? Multitudes de viajeros, yendo y viniendo de un lugar a otro, alcanzando el aeropuerto en taxi o autobús, penetrando en el vestíbulo, entregando las maletas en el check-in, y accediendo a la cabina de los aparatos voladores con el boarding pass. Más tarde, contemplaremos desde la cristalera del aeropuerto que el avión, dentro del que nos imaginamos instalados al pasaje y la tripulación, despega y emprende el vuelo (el trayecto es el inverso, cuando son los aviones que aterrizan en el aeropuerto). En esta dinámica, los individuos de nuestra especie que vienen o se van, parecen estar fusionados en una misma dinámica con los aparatos voladores (de hecho, físicamente es así). Esto es una explicación natural de un aeropuerto. ¿Qué hemos perdido en esta descripción? La vida interior, única, singular, de cada hombre o mujer, niño o anciano, que ha transitado por el aeropuerto. Cada individuo debe tener un motivo, un por qué o para qué del viaje, que para él es muy importante (o tal vez no). Esa vida interior no aparece en la explicación natural, y quizá podríamos decir que es lo sobrenatural de la especie humana. A gran escala, la explicación científica de la evolución biológica de los animales y del hombre incurre en ese mismo defecto. Los humanos modernos somos animales muy singulares, que compiten con sus semejantes por el sexo, el dinero, el prestigio y el poder, hasta que nos morimos, una vez transmitidos nuestros genes, y nada más. ¿Nada más?
Ya que he leído el instructivo libro de Juan Luís Arsuaga, soy muy consciente de que la explicación teológica se sale del marco del cuadro evolutivo. El escenario de la evolución natural, es la naturaleza física. Lo que pensamos que trasciende a la naturaleza, carece de valor científico. Pero que no sea científico no quiere decir que no sea real.
Me gustaría poner un ejemplo (aunque dude si es acertado), para explicarme. Pensemos en un aeropuerto, quizá el aeropuerto internacional de Bangkok. Si deambulamos por los pasillos, ¿qué vemos? Multitudes de viajeros, yendo y viniendo de un lugar a otro, alcanzando el aeropuerto en taxi o autobús, penetrando en el vestíbulo, entregando las maletas en el check-in, y accediendo a la cabina de los aparatos voladores con el boarding pass. Más tarde, contemplaremos desde la cristalera del aeropuerto que el avión, dentro del que nos imaginamos instalados al pasaje y la tripulación, despega y emprende el vuelo (el trayecto es el inverso, cuando son los aviones que aterrizan en el aeropuerto). En esta dinámica, los individuos de nuestra especie que vienen o se van, parecen estar fusionados en una misma dinámica con los aparatos voladores (de hecho, físicamente es así). Esto es una explicación natural de un aeropuerto. ¿Qué hemos perdido en esta descripción? La vida interior, única, singular, de cada hombre o mujer, niño o anciano, que ha transitado por el aeropuerto. Cada individuo debe tener un motivo, un por qué o para qué del viaje, que para él es muy importante (o tal vez no). Esa vida interior no aparece en la explicación natural, y quizá podríamos decir que es lo sobrenatural de la especie humana. A gran escala, la explicación científica de la evolución biológica de los animales y del hombre incurre en ese mismo defecto. Los humanos modernos somos animales muy singulares, que compiten con sus semejantes por el sexo, el dinero, el prestigio y el poder, hasta que nos morimos, una vez transmitidos nuestros genes, y nada más. ¿Nada más?
Ya que he leído el instructivo libro de Juan Luís Arsuaga, soy muy consciente de que la explicación teológica se sale del marco del cuadro evolutivo. El escenario de la evolución natural, es la naturaleza física. Lo que pensamos que trasciende a la naturaleza, carece de valor científico. Pero que no sea científico no quiere decir que no sea real.
Sé que voy a salirme de los márgenes del libro de Arsuaga, si recurro a la doctrina de Santo Tomás de Aquino. En la S.Th. 1, 75, 6 [cth], Santo Tomás comienza enfrentándose a la objeción del Eclesiastés (3,19): "los hombres y los
animales tienen todos la misma suerte: como mueren unos, mueren también los
otros. Todos tienen el mismo aliento vital y el hombre no es superior a
las bestias". Y responde:
Quod ergo dicitur quod homo et alia animalia habent simile generationis principium, verum est quantum ad corpus, similiter enim de terra facta sunt omnia animalia. Non autem quantum ad animam, nam anima brutorum producitur ex virtute aliqua corporea, anima vero humana a Deo.
Santo Tomás, como buen discípulo de Aristóteles, reconocía que la especie humana comparte la materia corporal con los otros animales (animalia), pero la vida humana (el principio animante, podríamos decir), no viene de la materia, sino de Dios. En el cuerpo principal de este artículo, hace una observación que siempre me ha parecido importante:
unumquodque naturaliter suo modo esse desiderat. Desiderium autem in rebus cognoscentibus sequitur cognitionem. Sensus autem non cognoscit esse nisi sub hic et nunc, sed intellectus apprehendit esse absolute, et secundum omne tempus. Unde omne habens intellectum naturaliter desiderat esse semper. Naturale autem desiderium non potest esse inane. Omnis igitur intellectualis substantia est incorruptibilis.
Nuestra inteligencia no es como los sentidos, que se refieren a una localización espacio temporal (sub hic et nunc), sino que trasciende las dimensiones físicas (absolute et secundum omne tempus). El deseo físico es de cosas físicas, que perecen. Pero el deseo de nuestra inteligencia es "ser para siempre" (esse semper). Y añade que "el deseo natural no puede frustarse" (non potest esse inane), si no, ¿por qué lo tenemos? Y por eso concluye que somos inmortales (incorruptibiles), precisamente porque deseamos serlo. Si la especie humana sólo fuese material, sólo tendría deseos materiales. Nuestra aspiración a la vida inmortal es incongruente con que fuésemos sólo unos animales como tantos (la teoría evolucionista no acepta que haya especies privilegiadas). Hay que pensar entonces que el evolucionismo físico natural no lo explica todo, al menos de nosotros mismos.
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