29 mayo 2013

Liberalidad

Regreso a las lecturas nobles, y ahora a la Ética a Nicómaco de Aristóteles. Es un promontorio de la ética de occidente, donde todo lo humano parece reducirse a un álgebra del más, de lo menos y del justo medio. Es lo que cabe esperar en la peculiar atmósfera mercantil de la cuenca mediterránea. No debe escandalizarnos este fisicalismo aristotélico, porque en nuestra habla llana quedan trazas de esta forma de ver las relaciones humanas (como cuando decimos que "hay que guardar las distancias", porque así es que unos y otros ocupamos un lugar, que puede medirse y ubicarse). Lo falso es lo que dice aquel proverbio rebelde de que nadie es más que nadie. Aunque participemos de una misma naturaleza, todos somos unos más que otros en algo que se pueda medir (edad, salud, prosperidad, fortuna, honor). Por lo común un joven está más sano que un anciano, y éste es más experimentado que aquél, por ejemplo.

Mucho habría que hablar de Aristóteles. Su ética es una construcción racional, que se funda en una mirada científica y geométrica sobre la conducta humana. Pero leída paso a paso, no se separa de los hallazgos comunes que cualquier observador puede advertir en su trato con los semejantes (repárese en que prójimo, o próximo, y semejante, son nociones éticas y geométricas a un tiempo). Leyendo lo que dice el estagirita sobre la liberalidad (la virtud moral que consiste en distribuir alguien generosamente sus bienes sin esperar recompensa), he tropezado con un pasaje del libro IV (Eth. Nic. 1120a) que he leído antes en otro lugar.

Dice Aristóteles: Gratifica más dar que recibir [καὶ ἡ χάρις τῷ διδόντι, οὐ τῷ μὴ λαμβάνοντι - kai hē kharis tō didonti, ou tō mē lambanonti] [Perseus]. Santo Tomás de Aquino repite esta máxima en la Summa Teologica, IIª-IIae, q.117 a.4 co. [corpusth]: ex maiori virtute procedit quod aliquis emittat pecuniam dando eam aliis, quam expendendo eam circa seipsum ("obra con más excelencia quien se desprende de la riqueza dándola a otros, que gastándosela para sí").

El pasaje paralelo es de los Hechos de los Apóstoles (Act 20,35), del discurso de Pablo en Mileto a los jefes de la comunidad de Éfeso, en que el apóstol les recordaba un dicho de Jesús: meminisse verborum Domini Iesu, quoniam ipse dixit: “Beatius est magis dare quam accipere”, 'Da más felicidad dar que recibir' [μακάριόν ἐστι μᾶλλον διδόναι ἢ λαμβάνειν - Makarion estin mallon didonai ē lambanein].

El paralelo es conocido, y manifiesta simplemente el ambiente cultural helénico en que se movían Pablo el apóstol y Lucas el evangelista, donde tal vez no se conservase memoria de que esa máxima, tan clara, tan natural, trasmitida como saber mostrenco, ya había sido dicha por Aristóteles siglos atrás. Pero tampoco debe verse en el discurso de Pablo en Mileto el retrato de un supuesto Jesús helénico y aristotélico 'avant la lettre'. La máxima no está atestiguada por los otros evangelistas, pero no es lo importante que de hecho hubiese sido parte del repertorio auténtico de los verba Iesu, o bien invención retórica de Pablo o de Lucas (uno predicando y otro redactando). La originalidad de Jesús no está en sus palabras, de las que pueden rastrearse antecedentes en la tradición judía (su mismo mandato de amar al prójimo), sino en el arrepentimiento y la esperanza que vino a anunciarnos, que trascienden cualquier fórmula verbal, porque no están en la mente o en lengua sino en el corazón. Por eso la predicación de Jesús sobreabunda a la doctrina de Aristóteles. Donde Aristóteles hace un cálculo de ventajas e intereses materiales, Jesús pensaba en el amor que mueve a dar, mejor que recibir.

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21 mayo 2013

Revilla o el político

Con tantos libros nobles pendientes encima de la mesa, he tenido la flaqueza de leer este frío fin de semana de Pentecostés las memorias de Miguel Ángel Revilla, Nadie es más que nadie, que se está vendiendo como rosquillas. El libro me ha parecido sencillito de leer, entretenido, y me ha recordado una lectura de adolescencia, el Mirabeau o el politico de José Ortega y Gasset (que he extraviado), porque estoy persuadido de que Miguel Ángel Revilla es otro ejemplar del político, el individuo que se entrega en cuerpo y alma a la acción pública.

Menos que unas memorias, este libro tan liviano se queda en unas simples impresiones, confidencias y peroratas, con muchas protestas de honradez (que no se me ocurre poner en duda), aunque con lagunas. Revilla ha sido un personaje brillante, con la trayectoria de un cohete, aunque apenas cuenta nada de su vida profesional en la banca ni de sus clases de profesor en la universidad. El libro arranca con sus remembranzas de infancia en la montaña, y después de despachar con dos pases sus estudios y sus primeras armas en el Sindicato Vertical, pega un brinco para relatar su experiencia en la política de la región de Cantabria, de la que al fin y a la postre cuenta poco más que sus broncas con tirios y troyanos. Imposible sustraerse de la impresión de que el libro sea una vindicación (de vindicta) pro domo sua. Pero entremedio engancha al lector contando historias maravillosas (el ataque de lobos, el convite de Sniace en Torrelavega, su encuentro con Seve Ballesteros en el aeropuerto, los almuerzos con Juan Carlos, sus tratos con el poderoso Emilio Botín...).

El título, y lema que repite unas cuantas veces, nadie es más que nadie, parece la versión populista de aquello de que del rey abajo, ninguno. Asoma aquí el autarquismo celtíbero. ¿Y qué decir de esa antológica fotografía de Revilla agachado, ayudando a S.M. el Rey a calzarse unas albarcas pasiegas? Porque, en efecto, para echarse como un lacayo a los pies de una alteza sin padecer humillación, debe uno estar firmemente poseído de la propia dignidad. Pensándolo un poco, un gesto tan extravagante, tan alejado del protocolo de nuestros días (nadie se arrodilla hoy ante nuestro monarca) revela una actitud constante en Revilla, según propia confesión. Él nos dice que hay que ser obsequioso con quien manda y puede ayudarte a lograr lo que pretendes (que no ha de ser por fuerza nada ruin, sino algo tan noble como la defensa de la tierruca). ¡Por eso andaba por Madrid Revilla regalando latas de anchoas del Cantábrico y sobaos pasiegos! En el personaje esto es compaginable, según cuenta, con haberle cantado las cuarenta al lucero del alba (fuese Botín o el obispo de Santander). Y es que su lema podría haber sido también esse quam videri, "mejor ser que parecer". En fin, esto ya lo digo yo, eso de que nadie sea más que nadie, no se lo traga nadie, porque nos guste o no, los tratos mundanos se sustentan en las diferencias, unas justas y otras odiosas, y pregonar lo contrario parece más bien un grito de disconformidad con la marcha ordinaria del mundo. Pero ese es precisamente el motor del político de vocación, que no le contente el mundo tal como es.

La lectura del libro de Revilla me ha resultado ambivalente. Entretenido, pero desagradable. Está hecho a retales de las historietas divertidas que Revilla contará mil veces en sus tertulias. Y el libro es ejemplar porque muestra al político en su salsa, espectáculo nada edificante porque para ser político hay que tener encaje de pugilista. Me quedo con su confesión postrera: "A veces nos dejamos impresionar por figuras que son fruto de atención mediática. Pero créanme que hay pocas personas excepcionales. Todos tenemos claroscuros. Nunca me he considerado ni superior ni inferior a nadie. Detesto a los prepotentes y he podido comprobar cómo, cuando gozas de poder, las espaldas te duelen de palmadas y los oídos de elogios. Luego, cuando el poder desaparece, los "amigos" disminuyen. Pero hasta eso es bueno para discernir el trigo de la paja" (página 247).

Concluyo, a riesgo de pasar por pedante, advirtiendo de una errata. En la página 219 dice: "Los impuestos en España distan mucho de ser progresistas [sic], que es la clave de un impuesto justo; es decir, aquel que grava más al que más tiene y poco o nada al que menos posee". Pero uno de los principios que hacen justo al impuesto es que no sea proporcional, sino progresivo, nada que ver con que el impuesto sea progresista o conservador. Otra contaminación política del discurso.

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09 mayo 2013

El caso del falso cura de Pío XII


Es un caso que ha dado que hablar en Sevilla, la del ecuatoriano que se hizo pasar por cura durante unos años en la parroquia de Santa María de las Flores y San Eugenio, del barrio obrero de Pío XII (cerca del Arco de la Macarena, según se sube por la avenida de la Cruz Roja o la de Miraflores, desde la Ronda). La prensa ha informado estos días que el arzobispo Asenjo, con mano izquierda, ha condenado al usurpador a "peregrinar entre Alcalá de Guadaíra y el santuario de Nuestra Señora de Consolación de Utrera" [Abc]. Luego el arzobispado ha sacado otra prudente nota [archisevilla].

Lo que me llama la atención de todo es la discusión sobre la eventual ineficacia de los sacramentos que celebró el falso cura. La archidiócesis sacó un primer comunicado el 9 de mayo de 2012, nada más trascender el caso, explicando que "En referencia a las dudas surgidas en la opinión pública sobre la validez de los actos sacramentales oficiados por esta persona, la Archidiócesis tiene el deber de aclarar que los sacramentos del Bautismo y Matrimonio (c. 144 CIC) son claramente válidos, si bien son ilícitos. En consonancia, las parejas que han contraído Matrimonio en ceremonias oficiadas por la persona en cuestión, lo han hecho válidamente. En el caso de los sacramentos de la Eucaristía, Penitencia y Unción de Enfermos, se trata de actos inválidos, pues son sacramentos que requieren la potestad del Orden." [zenit].

Pues a mí, como los espontáneos en las corridas de toros, se me ocurre saltar al ruedo para dar mi opinión sobre esta drástica calificación, nada menos que la invalidez de la eucaristía, porque los feligreses pueden plantearse si es que entonces asistieron, no a una misa sino a una pantomima (lo mismo sería extensible, pari passu, a la penitencia y a la unción de enfermos). Ya avanzo que en mi opinión, esto no es así, en modo alguno, para los feligreses de buena fe, puesto que cabe distinguir con claridad la invalidez del acto del celebrante, de la validez del sacrificio ofrecido por la asamblea de fieles.

En el caso del matrimonio la cuestión es más sencilla, porque es sabido que los ministros del sacramento son los propios contrayentes [Matrimonium facit partium consensus inter personas iure habiles legitime manifestatus, qui nulla humana potestate suppleri valet, canon 1057.1 CIC], y porque debe también saberse que el matrimonio, en la iglesia, goza del favor del derecho y de la protección de las apariencias [Matrimonium gaudet favore iuris; quare in dubio standum est pro valore matrimonii, donec contrarium probetur, canon 1060 CIC].

Mas, ¿quid de la eucaristía?

En el marco del blog tan sólo puedo ofrecer unas notas breves, dejando en manos de los doctos la explicación más completa y razonada. Prosigo.

En primer lugar, el derecho canónico nada dice sobre la validez del sacrificio de la misa, en caso de usurpación de oficio eclesiástico. El Código (canon 1378.2.1º) dispone que comete delito de usurpación quien sin estar ordenado sacerdote celebra la liturgia de la eucaristía [In poenam latae sententiae interdicti qui ad ordinem sacerdotalem non promotus liturgicam eucharistici Sacrificii actionem attentat]. El derecho se limita a castigar al usurpador, pero no aflige con ningún castigo a los fieles de buena fe.

En segundo lugar, el Código (canon 900.1) dispone que celebrante de la eucaría in persona Christi es sólo el sacerdote ordenado [Minister, qui in persona Christi sacramentum Eucharistiae conficere valet, est solus sacerdos valide ordinatus]. Sin embargo, el derecho tan sólo disciplina aquí el fuero externo, que es la condición del sujeto que celebra el sacramento (sólo un sacerdote válidamente ordenado). Pero la acción externa del celebrante no agota el misterio del sacrificio eucarístico, que pertenece al fuero interno, o místico, y que no es privativo del celebrante in persona Christi, sino que se ofrece por toda la asamblea (ecclesia). La representación in persona Christi puede ser inválida, aunque puede concedérsele el favor de la buena apariencia, para quienes confiasen en los signos externos. Así, por razones de teología litúrgica, y no tan sólo por mera aplicación del derecho (que siempre es regla de mínimos), pudiera también defenderse el principio de favor iuris para la eucaristía, en cuanto ofrecida por la asamblea de fieles reunida de buena fe.

La ausencia de ordenación válida del celebrante, desconocida para los fieles, no parece entonces que debiera afectar siempre a la validez del sacrificio mismo. El derecho no puede pronunciarse aquí, porque la validez y eficacia del sacramento del sacrificio eucarístico, que no lo ofrece únicamente el celebrante, no puede dirimirse por pruebas externas. Para los sentidos, en la consagración, pan y vino siguen siendo pan y vino, o dicho con palabras de Santo Tomás, sensu apparet, facta consecratione, omnia accidentia panis et vini remanere [CorpusTh.].

Por las razones que digo, defiendo la validez sacramental de la eucaristía celebrada por un usurpador del ministerio, en cuanto es ofrecida también por la asamblea de fieles de buena fe (estos argumentos serían extensivos mutatis mutandis a los sacramentos de la penitencia y de la unción de enfermos). Tal es mi opinión, que no obstante someto humildemente a otra más autorizada que la mía.

Imagen: interior de la parroquia de Pío XII, durante el acto de entrega de un cuadro con una imagen de la Virgen de la Esperanza Macarena, el pasado mes de marzo (el párroco es Ignacio Jiménez Sánchez-Dalp) [Vía].

02 mayo 2013

El rico epulón y el pobre Lázaro

La de "El rico epulón y el pobre Lázaro" es una de las más populares parábolas o fábulas del evangelio de Lucas (16,19-31). Oída en contexto en nuestros días, parece un retrato cómico del fariseísmo entendido como actitud prototípica, antes que como descripción etnográfica de una secta judía (en la que tal vez militase el mismo rabbí Jesús). En el pasaje del evangelio lucano el Maestro dice a sus oyentes: "Ustedes aparentan rectitud ante los hombres, pero Dios conoce sus corazones. Porque lo que es estimable a los ojos de los hombres, resulta despreciable para Dios" (16,15). Estas palabras me parecen la más auténtica lectio de la parábola del pobre Lázaro. De la misma manera que los demás relatos propios de san Lucas, es una narración abierta, inconclusa, y de muchos significados. Sin embargo no todas las interpretaciones de la parábola me parecen de recibo. No me lo parecen estas moralejas, que resultan estrechas y simples:

1. Los fariseos eran malos [qui erant avari, 16,14]. Tal vez fuese la mente de Lucas, extraño ya al judaísmo, pero sería una interpretación más correcta si reemplazamos al fariseo por el amigo del dinero (el de cualquier tiempo y lugar). El evangelio no pretendía ser cuando se predicó en un principio, ni tampoco debe serlo ahora, una simple revista sociológica.

2. Los pobres son buenos [factum est autem ut moreretur pauper et portaretur ab angelis in sinum Abrahae, 16,22], y los ricos, malos [mortuus est autem et dives et sepultus est. Et in inferno elevans oculos suos, cum esset in tormentis..., 16,22-23]. Aquí san Lucas tira de brocha gorda, también para lograr el efecto cómico, porque la risa es pedagógica. Todos hemos visto en las películas del gordo y el flaco (las de Laurel y Hardy) que el mundo se divide en listos y tontos... Aunque en realidad de verdad sea entreverado, y ni los buenos sean tan buenos, ni los malos tan malos.

3. Hay cielo e infierno. Esto es coger el rábano por las hojas, porque no parece que sea el propósito principal de la parábola enseñar esta creencia. Sería más bien un suppositum en la mente del evangelista, obedeciendo al orfismo popular que ya se encontraba en los diálogos platónicos. El infierno de la parábola es un infierno a lo Offenbach, donde el rico se muere de sed [miserere mei et mitte Lazarum, ut intingat extremum digiti sui in aquam, ut refrigeret linguam meam, quia crucior in hac flamma, 16,24]. Cielo e infierno son aquí sólo el marco de la historieta, que se pinta como en los tebeos  [Et in his omnibus inter nos et vos chaos magnum firmatum est, ut hi, qui volunt hinc transire ad vos, non possint, neque inde ad nos transmeare, 16,26]. Pero asustar, asusta.

4. Si eres pobre, no por fuerza has de estar condenado al infierno [Fili, recordare quia recepisti bona tua in vita tua, et Lazarus similiter mala; nunc autem hic consolatur, tu vero cruciaris, 16,25]. La fábula lucana es demasiado tosca, incluso infantil, como para que pretenda entrar en los sutiles debates del libro de Job. Además, en esta interpretación de la parábola se desliza peligrosamente un sofisma escatológico (puesto que la pobreza no sería signo de condenación, tampoco debe serlo la riqueza). Pero ni la riqueza ni la pobreza es lo que está en juego aquí, sino la misericordia o el corazón despiadado [Quidam autem pauper nomine Lazarus iacebat ad ianuam eius ulceribus plenus et cupiens saturari de his, quae cadebant de mensa divitis, 16,20-21].

No se ha pretendido en esta parábola pintar ningún antagonismo de clases, ni dividir al mundo en buenos y malos. Precisamente lo que llama la atención del cuento es que no se diga en ningún momento que el rico fuese malo, o que el pobre fuese bueno: eran lo que eran: un rico, un pobre. El talento literario del evangelista nos pinta la escena en crudo, si bien con ciertas pinceladas patéticas [et canes veniebant et lingebant ulcera eius, 16,21], para que seamos nosotros la que la califiquemos: "Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas...". Más o menos como cualquier otra escena parecida con que podemos encontrarnos andando por la calle.

Por eso me parece erróneo que se quiera ver en esta parábola la retribución de buenos y malos en la vida de ultratumba. Más bien anuncia la reversión del reparto de bienes y males: "Fili, recordare quia recepisti bona tua in vita tua, et Lazarus similiter mala; nunc autem hic consolatur, tu vero cruciaris" (16,25). De este modo la parábola es una poderosa ilustración gráfica de las maldiciones del mismo evangelio [Vae vobis, qui ridetis nunc, quia lugebitis et flebitis!, 6,25].

También es equivocado pensar que la parábola represente la vida en el cielo y en el infierno. No se refiere a la vida de ultratumba, sino a esta vida de aquí y ahora. Por eso dice el rico epulón: "Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento" (16,27-28). Pero qué ironía que el evangelista nos permita oír las palabras del mundo ultraterreno, como si pudiésemos oirlas aquí: "Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen" (16,29).

La parábola del rico epulón y el pobre Lázaro no nos quiere enseñar que seamos buenos, sino que nos instruye para que hagamos algo por cambiar el estado de cosas, porque los ricos ofenden a los pobres [vae vobis divitibus, quia habetis consolationem vestram!, 6,24]. O como dice el Maestro: lo que es estimable a los ojos de los hombres, resulta despreciable para Dios [quod hominibus altum est, abominatio est ante Deum, 16,15].

Las penas del infierno son como el coco que asusta a los niños. Aunque la parábola acaba por ser significativamente pesimita: "Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán" (16,31). Así que no será por la vía de la amenaza con las penas del infierno, o de las apariciones truculentas, con lo que vamos a cambiar. Tenemos que cambiar por nosotros mismos, no por el temor a ningún castigo.

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