Las vidas de los ilustres filósofos Sócrates y Platón, pensamos, darían para rodar una película épica, y es incomprensible que Hollywood no la haya producido todavía. Otra gran película del modo de vida filosófico es La caida del imperio romano (Anthony Mann, 1964), meditación estoica, en imágenes y pasiones, del curso de la vida de los hombres. Alec Guinnes hacía el papel de emperador Marco Aurelio, y James Mason el de su amigo Timónides. Ambos actores supieron representar en sus rostros y gestos al político filósofo, el que logra armonizar en su vida la acción y la contemplación.
El enfoque filosófico del séptimo arte, the philosophy of film [Stanford], es un campo de reflexión que da mucho juego, para quienes somos aficionados al cine. No tengo claro que la vida de Platón, quia philosophus, sea de película. Aunque podemos sentar el principio de que un filósofo olímpico, puro y desentendido de los accidentes del mundo, sería una anomalía, porque la vida filosófica común debe ser agitada. Pensamos en el philosophe engagé de cualquier tiempo, porque no otra cosa fueron Sócrates, Platón y Aristóteles (como también Agustín de Hipona, o Tomás de Aquino, enzarzados en la política eclesiástica de su tiempo). Por eso si cualquier buena película se deja analizar con categorías metafísicas (philosophical analysis of films) también las vidas de los filósofos se prestan como ninguna otra para una divertida película de acción... y de contemplación.
Cuando he sugerido que Sean Connery podría haber sido el mejor candidato para representar a Platón en la pantalla, tenía en mente su papel protagonista en The man who would be king (John Huston, 1975), una película irresistible porque tiene la forma de cuento oriental, la fábula del aventurero que trepa audazmente al trono mítico de Alejandro, y de su caída. Es una película lograda, feliz. Una de las escenas que más gracia me hacen (en una cinta que no desfallece un instante) es cuando los dos chantajistas, Peachy (Michael Caine) y Danny (Connery), son llamados a capítulo por el gobernador de la región, que amaga con expulsarles de la India, y ellos le devuelven el golpe amenazando con divulgar los tejemanejes del gobernador con la hermana del rajá... Cuantas veces la veo me hace sonreir, porque ilustra a la perfección el cinismo del gobernante de medio pelo, que intenta encubrir sus corruptelas con una apariencia de honorabilidad. En esa escena los dos pillos se ganan la simpatía del espectador.
El hombre que pudo reinar es un retrato verista e irónico de aquellos reyezuelos de la antigüedad (como sería el tirano de Siracusa, Dionisio, que trató Platón), y no hay que desdeñar tampoco que sea un idilio masónico, de cuya imaginería se nutre la película (según el cuento de Kipling, masón desde su juventud), igual que el Singspiel mozartiano Die Zauberflöte. Como las Mil y una noches, como El Quijote, bebe de las remotas fuentes de las historias maravillosas de oriente, que desembocan en nuestro tiempo en el cuento de "El traje nuevo del emperador", de Hans Christian Andersen. En suma, en cualquiera de esas fábulas antiguas o modernas, como en la misma película de John Huston, reconocemos el tema filosófico de la apariencia y la verdad, que me parece el núcleo del magisterio platónico.
La película tiene profundas resonancias con la novela cervantina. Ambas cuentan la historia de dos perdedores, que en su derrota desvelan la cara oculta del poder. Igual que el gobierno de Sancho Panza, los avatares del reino frustrado del aventurero escocés Daniel Dravot (trasunto posible del mismo Sean Connery) presentan un cariz jocoserio, que nos pone en guardia sobre la legitimidad del poderoso. La moraleja de estas historias es que el rey no es un semidiós (como lo fue, según cuentan, Alejandro de Macedonia), sino nada más que un hombre, que puede sucumbir a la ambición, la codicia y la lujuria.
Los paralelos de estos dos gobiernos no terminan ahí. Ni Sancho, ni Danny (Connery), fueron reyes corruptos, como pudo serlo el tirano de Siracusa. Sancho dimite ("saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otra señal para dar a entender que he gobernado como un ángel", Quijote, II,53), y el final de Danny es heróico, y lo redime (es la más sublime escena del filme). Quizá vidas tan ejemplares sólo quepa hallarlas en las fábulas.
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El enfoque filosófico del séptimo arte, the philosophy of film [Stanford], es un campo de reflexión que da mucho juego, para quienes somos aficionados al cine. No tengo claro que la vida de Platón, quia philosophus, sea de película. Aunque podemos sentar el principio de que un filósofo olímpico, puro y desentendido de los accidentes del mundo, sería una anomalía, porque la vida filosófica común debe ser agitada. Pensamos en el philosophe engagé de cualquier tiempo, porque no otra cosa fueron Sócrates, Platón y Aristóteles (como también Agustín de Hipona, o Tomás de Aquino, enzarzados en la política eclesiástica de su tiempo). Por eso si cualquier buena película se deja analizar con categorías metafísicas (philosophical analysis of films) también las vidas de los filósofos se prestan como ninguna otra para una divertida película de acción... y de contemplación.
Cuando he sugerido que Sean Connery podría haber sido el mejor candidato para representar a Platón en la pantalla, tenía en mente su papel protagonista en The man who would be king (John Huston, 1975), una película irresistible porque tiene la forma de cuento oriental, la fábula del aventurero que trepa audazmente al trono mítico de Alejandro, y de su caída. Es una película lograda, feliz. Una de las escenas que más gracia me hacen (en una cinta que no desfallece un instante) es cuando los dos chantajistas, Peachy (Michael Caine) y Danny (Connery), son llamados a capítulo por el gobernador de la región, que amaga con expulsarles de la India, y ellos le devuelven el golpe amenazando con divulgar los tejemanejes del gobernador con la hermana del rajá... Cuantas veces la veo me hace sonreir, porque ilustra a la perfección el cinismo del gobernante de medio pelo, que intenta encubrir sus corruptelas con una apariencia de honorabilidad. En esa escena los dos pillos se ganan la simpatía del espectador.
El hombre que pudo reinar es un retrato verista e irónico de aquellos reyezuelos de la antigüedad (como sería el tirano de Siracusa, Dionisio, que trató Platón), y no hay que desdeñar tampoco que sea un idilio masónico, de cuya imaginería se nutre la película (según el cuento de Kipling, masón desde su juventud), igual que el Singspiel mozartiano Die Zauberflöte. Como las Mil y una noches, como El Quijote, bebe de las remotas fuentes de las historias maravillosas de oriente, que desembocan en nuestro tiempo en el cuento de "El traje nuevo del emperador", de Hans Christian Andersen. En suma, en cualquiera de esas fábulas antiguas o modernas, como en la misma película de John Huston, reconocemos el tema filosófico de la apariencia y la verdad, que me parece el núcleo del magisterio platónico.
La película tiene profundas resonancias con la novela cervantina. Ambas cuentan la historia de dos perdedores, que en su derrota desvelan la cara oculta del poder. Igual que el gobierno de Sancho Panza, los avatares del reino frustrado del aventurero escocés Daniel Dravot (trasunto posible del mismo Sean Connery) presentan un cariz jocoserio, que nos pone en guardia sobre la legitimidad del poderoso. La moraleja de estas historias es que el rey no es un semidiós (como lo fue, según cuentan, Alejandro de Macedonia), sino nada más que un hombre, que puede sucumbir a la ambición, la codicia y la lujuria.
Los paralelos de estos dos gobiernos no terminan ahí. Ni Sancho, ni Danny (Connery), fueron reyes corruptos, como pudo serlo el tirano de Siracusa. Sancho dimite ("saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otra señal para dar a entender que he gobernado como un ángel", Quijote, II,53), y el final de Danny es heróico, y lo redime (es la más sublime escena del filme). Quizá vidas tan ejemplares sólo quepa hallarlas en las fábulas.
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