28 abril 2011

Ratzinger explica la Resurrección

Con ocasión de que Joseph Ratzinger el teólogo, despojado de su autoridad de Sumo Pontífice (aunque no de su título de Papa), haya publicado la segunda parte de su Jesús de Nazaret, me ha parecido bien a mi también (a su lado desde un plano intelectualmente ínfimo) glosar algunas de sus ideas sobre la Resurrección, ya que éste es el tiempo, y es el núcleo de la fe cristiana (igual que en general ya lo era de muchos judíos del tiempo del Maestro, cfr. Lc 20, 27-39).

Esta nueva entrega ("desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección") [Ediciones Encuentro] me parece también, como la primera, supérflua en el orden teológico, ya que Joseph Ratzinger mucho de lo que ahora repite ya lo había dicho, incluso en el detalle, en su Introducción al Cristianismo. Lecciones sobre el Credo apostólico, impartidas en Tubinga en 1967. Por eso me referiré a partir de ahora al epígrafe II.2.4 de estas lecciones ("Resucitó de entre los muertos").

Cuando digo que Ratzinger explica la Resurrección, no quiero decir que describa cómo pudo ser ese supuesto hecho (esto quedará inmediatamente aclarado en las propias palabras del teólogo), sino en el sentido con que el diccionario define explicar: "declarar o exponer cualquier materia, doctrina o texto difícil, con palabras muy claras para hacerlos más perceptibles". En este sentido léxico, Ratzinger ha explicado muy bien, a mi juicio, qué es la Resurrección de Jesús, el objeto de nuestra fe.

La Resurrección del Señor es motivo de escándalo, antes que nada, porque muchos se la imaginan como la de Jesús muerto y sepultado que se levantase de su tumba [resurgens]. Es imposible que la imaginación popular se la pudiese representar de otra manera, ya que por su propio carácter la resurrección es inimaginable (no se la puede representar en una imagen), porque no tiene término de comparación en el orden de cosas conocido.  De ratione imaginis est similitudo (dice Santo Tomás en la S.Th. 1, q.35, a.1), similitudo quae est in specie rei. Por eso tal vez podamos aceptar la iconografía del Jesús crucificado (con toda la idealización con que los artistas han velado la estampa horrorosa de un ajusticiado), pero no la del Jesús resucitado, si no es más que obedeciendo a la devoción popular.

Los saduceos de los días de Jesús, refutaban la resurrección aduciendo aporías tales como el caso de la mujer que contrayese matrimonio sucesivo con siete hermanos. La respuesta que les dio el Maestro (Lc 20, 36) no pudo ser más elegante: quienes sean dignos de la vida futura y de la resurrección, serán como ángeles. Y eso es tanto como decir que un resucitado no será como un hombre o una mujer (no nos lo podremos representar con figura humana).

Ratzinger explica que "la vida del resucitado ya no es bios, es decir, la forma bio-lógica de nuestra vida mortal en la historia, sino zoe, vida nueva, distinta y definitiva, una vida que ha superado el ámbito mortal de la historia del bios mediante un poder más grande. Los relatos neotestamentarios de la resurrección insisten claramente en que la vida del Resucitado ya no se encuadra en la historia del bios, sino fuera y sobre ella". Movido por esta comprensión de los evangelios, propone una "verdadera 'hermenéutica' de los difíciles relatos de la resurrección", partiendo de la idea de que la vida definitiva se escapa a las leyes químicas y biológicas. Esta comprensión es muy congruente con las enseñanzas del Maestro sobre la vida futura.

Sobre la resurrección no puede decirse más que no es un regreso a la vida que conocemos (a la que Ratzinger llama bios), sino el ingreso a una vida distinta (zoe), que no nos podemos figurar, porque no se encuentra término de similitud. Esta moderna comprensión de la resurrección, por disimilitud, provoca extrañeza en el estudio de las preguntas que plantea Santo Tomás en la S.Th. III, como aquella (q.54 a.4) de si Cristo debió resucitar con heridas [conveniens fuit animam Christi in resurrectione corpus cum cicatricibus resumere], dependiente del principio de que todo el cuerpo resucitó en Cristo [quidquid ad naturam corporis humani pertinet, totum fuit in corpore Christi resurgentis].

Hoy, empleando el enfoque de Ratzinger, diríamos que Santo Tomás confundía bios y zoe, porque no disponía del paradigma científico que le hubiese conducido a restringir la biología a lo que muere y perece, la carne y la sangre [caro et sanguis], y que no puede resucitar (porque la resurrección no es un regreso).

Pero, como dice Ratzinger en su lección, esto es sólo "la mitad de las cosas y quedarse aquí sería falsear el mensaje del Nuevo Testamento". En principio, sostiene que encontrarse con el Resucitado es una experiencia que nada tiene que ver con el encuentro con otra persona de nuestra historia. Pero también, que los relatos de los evangelios muestran un acontecimiento fundamental, pues "la fe no nació en el corazón de los discípulos, sino que les vino de fuera y los fortaleció frente a sus dudas y los convenció de que Jesús había resucitado realmente". El Resucitado "ha entrado en el Reino de Dios y es tan poderoso que puede hacerse visible a los hombres". No hallaremos en el texto de Ratzinger ninguna sugerencia acerca de la naturaleza de esta visibilidad, más que no es la propia de un cuerpo físico, y tan sólo significa (así lo entiendo yo) un correlato real de la creencia de los discípulos. Sólo así se entiende que los discípulos estuviesen convencidos de su creencia en la resurrección de Jesús, porque la creían real, no imaginaria (y que nada tiene que ver con una visibilidad físico-óptica).

Esta nueva comprensión de la realidad (que no fisicalidad) de la resurrección de Jesús, nos permitirá comprender mejor la conclusión del estudioso judío Paul Winter, en el clásico de 1961 El proceso a Jesús (citado por Geza Vermes): "Dictaron la sentencia, se lo llevaron. Crucificado, muerto y sepultado, resucitó, pese a todo, en los corazones de los discípulos que le había amado y le sentían cercano. Juzgado por el mundo, condenado por la autoridad, sepultado por las iglesias que proclaman su nombre, resucitado de nuevo, hoy y mañana, en los corazones de hombres que le aman y le sienten cercano". Con Ratzinger diremos que la resurrección, en cuanto real, no puede reducirse a un mero sentimiento cordial, pero que en la historia sólo puede hacerse visible así, en los corazones de los creyentes.

Concluyo con una reflexión sobre el servicio que puede prestar ahora este nuevo libro sobre Jesús, del teólogo Joseph Ratzinger. La fe en que no moriremos del todo, no puede fundarse sólo en la vida terrena del galileo (el "Jesús histórico"), porque los hechos no nos procuran esperanza alguna (como las campañas de Julio César en las Galias no pueden conmovernos íntimamente, de raíz). Pero las versiones populares de Jesús aparecido a sus discípulos, tampoco contribuyen a cohonestar nuestra fe con nuestro conocimiento de la naturaleza. Un "Jesús de la fe" máximamente alejado de la coherencia física y biológica, nunca será comprensible para quienes no creen, lo que conduce, por reacción, a apartar a la gente de un mensaje que habría de ser popular, la buena nueva, que se convierte así subrepticiamente en texto sectario y ocultista. La recepción actual de los evangelios exige un equilibrio entre los hechos fundantes (la historia de Jesús sobre la tierra), y el objeto de la fe (la resurrección), interpretada conforme a nuestros paradigmas. En cuanto a la resurrección de Jesús, me parece necesario no confundir un acontecimiento hecho visible en los corazones de los discípulos, con un evento físico (no confundir bios y zoe, según los términos de Ratzinger).

[Interesante: José Manuel Mora Fandos, "Cómo se pinta un cuerpo glorioso" (enlace)].

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25 abril 2011

Sevilla, mañana de domingo de Resurrección

Una mañana espléndida la de este domingo de Resurrección en mi ciudad, que compensa los chaparrones de toda la Semana Santa. Cuenta la prensa que hacía 78 años (desde 1933) que no se suspendían las procesiones de la madrugada del Viernes Santo (la madrugá, según el pueblo). Este año, por riesgo de lluvia, no han salido de sus templos ninguna de las seis cofradías de madrugada: El Silencio, El Gran Poder, La Macarena, Calvario, La Esperanza de Triana y Los Gitanos. Pero tampoco desfilaron Los Estudiantes el martes santo, ni Pasión, que debió haber salido de su templo de la plaza de El Salvador al atardecer del Jueves Santo, ni tantas otras...

Quiero recordar que el domingo de Resurrección del año pasado, a eso del mediodía, estuve viendo pasar la procesión de El Resucitado al doblar las calles Sta. Ángela de la Cruz y Gerona, lo que es una "revirá" (así somos los sevillanos, que contamos y recordamos los años por cofradías). Pero esta vez he preferido visitar la librería de la calle Recaredo, en la Puerta Osario, donde de higo a breva encuentro algún librejo barato. En esta ocasión, un saldo de la Historia de la nación chichimeca (1640), de Fernando de Alva Ixtlilxochitl, fea edición en mal papel (qué se le va a hacer). Dirán que tengo gustos extravagantes, pero es que esta temporada estoy leyéndome la Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo, y empapándome de las cosas aztecas. Sinceramente, cuando leo las crónicas de la conquista de la Nueva España, se me encoge el corazón de pensar en el sufrimiento moral que, a más del físico, debieron pasar los aztecas que de un día para otro presenciaron el final de las tradiciones de sus mayores.

La historia es una tremenda sucesión de exterminios, como el que acabamos de conmemorar. Los testimonios de los antiguos, y los mismos evangelistas, recuerdan al procurador Poncio Pilato por su trato cruel a los judíos. El Nazareno fue uno más de tantos crucificados, castigos con el que los romanos infundían terror al pueblo sometido. Releyendo el relato de la Pasión, me ha estremecido oír la balandronada de Pilato (Jn 18,35): ¿acaso soy yo judío? Esta réplica arrogante me parece muy reveladora.

El desprecio al pueblo judío en los evangelios es un error óptico, que tiene que ver con el medio político en el que se han difundido los evangelios a través del tiempo. El odio a los judíos no es coherente con el cristianismo (sobre todo porque un 'cristiano' es un 'seguidor del Mesías de Israel'). Pilatos despreciaba al pueblo sometido porque era el gobernante romano de Judea; ¿pero tendremos entonces nosotros que tomar partido por Roma, por el César, por Pilato? Si así hicíesemos, diríamos, como los sumos sacerdotes que condujeron a Jesús al pretorio: ¡no tenemos más rey que el César! (Jn 19,15). Sin embargo, el pueblo judío exclamaba al paso de Jesús: ¡Bendito el que llega en nombre del Señor, el rey de Israel! (Jn 12,9). Cuando oímos las voces de los vencidos, el interrogatorio de Pilato cobra todo su sentido (Tu es rex Iudaeorum?). Poncio Pilato es el auténtico oponente del Mesías, un anticristo, y por eso le escupe a Jesús: "¿acaso soy judío?". El cristiano es hijo de Israel, no de Roma; aclama al Mesías, no al César ("omnis enim qui se regem facit, contradicit Caesari").

Al salir de la librería con el librito del mestizo Fernando de Alva Ixtlilxochitl bajo el brazo, volví sobre mis pasos y doblé la esquina en la Puerta Carmona. Subiendo la calle, al llegar a la altura de la iglesia de San Esteban, saludé en el umbral a algunos hermanos de la cofradía y entré a ver los pasos. La imagen sedente del Jesús de la Salud y Buen Viaje tampoco pudo salir por el arco ojival de su templo, el martes santo, por la cosa de la lluvia. En mi último post he comentado el pasaje del evangelio de Mateo 27,28 que dice que los soldados del pretorio desnudaron a Jesús y lo cubrieron con una clámide escarlata. Precisamente el Cristo de la hermandad de San Esteban se representa así; y como la fotografía que traigo es en blanco y negro, tampoco podremos dirimir si el manto de soldado era rojo o púrpura...

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21 abril 2011

El manto rojo


Los soldados del gobernador llevaron a Jesús a la residencia y reunieron alrededor de él a toda la compañía. Lo desnudaron y le echaron encima un manto rojo (Mt 27,27-28) [trad. Juan Mateos].

Este pasaje, que tiene paralelo en otros dos evangelistas (Mc 15,17 y Jn 19,2), funda la iconografía del escarnio o burla de los soldados. Curiosamente aquí algunos quieren advertir una de esas inconsistencias menudas de los evangelios: ¿de qué color era la capa, manto o clámide con que cubrieron los soldados del pretorio a Jesús? ¿Roja, según Mateo, o púrpura, según Marcos y Juan? Veamos lo que dice el texto de los evangelios de Mt y Mc, en algunas traducciones que he podido consultar:

chlamyda kokkinen / endydiskousin auton porphyran [griego].
chlamydem coccineam / induunt eum purpura [latín, Vulgata].
zaub kirmidzi / wa-albasu-hu uryuwan [árabe, Lebanon Bible Society].
un manto de color púrpura / lo visten de púrpura [castellano, CEE].
une chlamyde écarlate / ils le revêtent de pourpre [francés, Bible de Jérusalem].
un mantell de porpra / el vestiren de porpra [catalán, Monjos de Monserrat].
um manto vermelho / Vestiram Jesus com um manto de púrpura [portugués, CNBB].
un mantello scarlatto / lo vestirono di porpora [italiano, CEI].
a scarlet robe / they clothed him with purple [inglés, King James Version].
einen Purpur mantel / und zogen ihm ein Purpuran [alemán, Luther Bibel].

Doy ahora unas notas a estas versiones, comenzando por las que me parecen inaceptables. Verter en ambos evangelios púrpura es mala traducción (como la que ofrece la versión oficial de la Conferencia Episcopal Española publicada este mismo año), porque oscurece al lector la discrepancia de los dos pasajes paralelos, que es patente en el original griego y la Vulgata [clamydem coccineam / purpura]. Es llamativo que incurra en el mismo defecto la versión alemana de Lutero.

También regulariza términos la versión catalana de la Abadía de Monserrat [porpra], aunque paliado con una valiosa nota a Mt ("la porpra, imitada amb la capa vermella d'un soldat, era una insignia reial"), donde ya se apunta una traducción más fiel del texto del evangelista [capa vermella], semejante a la castellana del P. Juan Mateos sj [manto rojo]. La Bíblia de Jerusalén anota lo mismo a chlamyde écarlate ["manteau de soldat romain (sagum). Sa couleur rouge va évoquer par dérision la pourpre royale"].

Si traducir púrpura en Mc 15,17 no plantea duda alguna, ¿cuál sería entonces una buena traducción de chlamydem coccineam, de Mt 27,28? Kokkinos (coccinus) y porphyra (purpura), son colores distintos, luego exigen traducciones diversas. El tinte púrpura se obtenía en la antigüedad, en la ciudad fenicia de Tiro, de un molusco gasterópodo marino. El kokkinos es otro tinte, obtenido de un insecto hemíptero, el quermes, del que se extraía el grana o escarlata. No pueden confundirse.

Las voces árabes de la traducción, que laten remotamente en las lenguas occidentales, son elocuentes. El kirmidzi [قِرْمِزِيًّا] del versículo de Mt, esto es nuestro carmesí, denota la voz de origen árabe quermes, que es el insecto hemíptero parecido a la cochinilla. Luego la versión árabe refrenda que el griego kokkinos y el latín coccinus de Mt deban interpretarse como el color que da el insecto cochinilla: el escarlata, grana o rojo (¡nunca el púrpura!), de la misma manera como el castellano bermejo, y el catalán vermell, proceden de vermiculus, vermis (gusanillo, gusano).

La traducción que más me gusta de las que he consultado, es de la New American Bible (Confraternity of Christian Doctrine, Washington D.C., 1970). Compárese con la versión latina, en el pasaje de Mt: et exuentes eum, chlamydem coccineam circumdederunt ei / they stripped off his clothes and wrapped him in a scarlet military cloack. Y en el pasaje de Mc: et induunt eum purpura / they dressed him in royal purple. La versión norteamericana es muy perifrástica (necesita un 75% más de palabras que la Vulgata), pero por eso mismo muy clara y explicativa. Rehúye el cultismo chlamys, prefiriendo la circunlocución military cloack. Y cree necesario precisar royal purple (porque los lectores ya no entienden el simbolismo regio de este color). Así, esta versión inglesa moderna se aleja del primitivismo de la Biblia del Rey Jaime (cuya solemne sencillez la asemeja sin embargo a las lenguas clásicas).

La Biblia Latinoamericana (Ricciardi y Hurault, 1972) posee las mismas virtudes de claridad y precisión. Léase Mt: le quitaron sus vestidos y le pusieron una capa de soldado de color rojo. Aunque en Mc comete el error de borrar toda traza del púrpura: lo vistieron con una capa roja (sic), que es traducción inaceptable por los motivos inversos a los que se advierten en las versiones habituales de estos dos pasajes (corregir el rojo por el púrpura).

Y ahora vuelvo a nuestro primer interrogante: aquella capa con que los soldados cubrieron la desnudez del nazareno, ¿era roja o púrpura? Los evangelios no se contradicen. Sería una falacia infantil pretender que uno de los evangelistas estuviese en lo cierto, y el otro en el error, a modo de disyunción lógica. La capa de soldado, o clámide, era roja en todo caso, como dicen las buenas traducciones de Mt. La púrpura [induunt eum purpura] es el significado de realeza (en sentido irrisorio, anota la Biblia de Jerusalén) que el evangelista Mc atribuye a un hecho más vulgar y ofensivo, la burla de la soldadesca.

Luego no ha de apreciarse contradicción en que Mt describa el hecho tal como fue (y el color tal como se vería), y en cambio Mc defina su simbolismo. El relato es el mismo (la mofa de Jesús), aunque la interpretación de los evangelistas, expresada en el color del manto [chlamydem coccineam, purpura], difiera. Por alguna razón en la que no nos vamos a detener ahora, el hebraizante Mateo es más sensible al hecho mondo, y evita el sentido mayestático que subraya en su redacción el romano Marcos.

Por eso nos parece infiel a la letra que se regularice el término en ambos evangelios, haciendo decir a Mateo lo que no quería decir (i.e. la púrpura). La versión oficial de la Conferencia Episcopal Española, al menos en este mínimo pasaje, creo que es desafortunada. Si ha pretendido resolver una aparente contradicción entre evangelistas haciéndoles concordar por la fuerza, estaría manifestando así que no ha entendido el sentido de las diferencias entre pasajes paralelos; y si, por razones catequéticas y pastorales, pretende evitar la perplejidad de los fieles, los trata de este modo como a menores de edad, a los que se estaría escamoteando el rico relieve y diversidad de la letra de los evangelios (igual como a los niños no se les cuenta todo).

Imagen: lienzo restaurado del Ecce homo del pintor húngaro Mihály Munkácsy [enlace].

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18 abril 2011

Antinomias bíblicas


Algunos, con cierta ira bíblica, se rasgan las vestiduras porque nuestro Joseph Ratzinger, en su nuevo libro sobre Jesús, se haya metido en discriminar posibles antinomias en los relatos evangélicos de la última cena del Maestro con sus discípulos. Otros, tal Gonzalo Puente Ojea, airean estas apolilladas discusiones sobre las contradicciones de la Escritura para intentar llevar el agua a su molino, diciendo: Dios es un invento, es el producto de la imaginación humana.

Uno, sin negar la evidencia, ni tampoco conceder, piensa que el asunto no es para tanto. Cualquier obra humana (y la letra bíblica lo es) no está libre de fallar, como es igual de posible que se derrame el café. Así pasó con el famoso episodio quijotesco del robo del burro de Sancho Panza, que desaparecía y volvía a aparecer como si tal cosa. Y en el derecho, ars boni et aequi, es todo un arte la resolución de las antinomias, inevitables colisiones entre normas, que unas parecen decir una cosa y otras lo contrario.

In principio, en el primero de los libros del Pentateuco, leemos por dos veces, y de maneras distintas, que Dios creó al hombre. ¿Antinomia? Ya sabemos a ciencia cierta que la Biblia es algo así como un popurrí de tradiciones religiosas, y que los compiladores de los textos sagrados del antiguo Israel no se curaron en ajustar al milímetro los dichos y hechos tradicionales. Porque el texto sagrado es portador de un sentido (la salvación esperada), pero no es un protocolo científico que haya de ser preciso en cada uno de sus pasos, ni ha de cuadrar en todas sus partes, como los asientos de cargo y abono de la partida doble.

Quienes buscan los tres pies al gato de las Escrituras, queriéndolas proclamar inválidas porque no son formalmente consistentes, ignoran que los textos bíblicos no son un discurso matemático, como si fuesen un tractatus logicus, en que una proposición debe llevar por fuerza a otra. Ni son tampoco un relato forense, en que todos los hechos deben obedecer a la ley de causalidad. El oyente del relato de la Creación no busca indagar una verdad precisa, matemática, sino encontrar un sentido a lo que escucha. Las contradicciones y antinomias del texto son como las arrugas y pliegues que revelan la belleza de fondo de la historia.