23 diciembre 2015

Íñigo Ybarra Mencos

Esta dedicación tan extraña que tenemos los sevillanos de consultar los obituarios y esquelas (memento mori), hoy me ha llevado a dar de bruces con la noticia de la prematura muerte de Íñigo Ybarra Mencos [Abc]. No lo conocí, aunque conservo en mi retina ver a su padre, Eduardo Ybarra, andar de acá para allá por las calles de nuestra ciudad amada. Ambos humanistas y escritores, sí conozco sus libros. Uno, de Íñigo, como homenaje en su memoria lo recomiendo vivamente, la biografía de El Doctor Thebussem, que le publicó Renacimiento hace unos seis años [Renacimiento]. Me ha impresionado la muerte de este hombre joven, casi de mi edad, pocos años mayor que yo. Descanse en paz.

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21 diciembre 2015

Ius quia iustum


En estos días de espera de la Nochebuena, me he dado a leer con pasión a nuestros clásicos modernos. Han ido pasando por mis manos, leyendo ansioso, novelas tan dispares como las de Pío Baroja (La leyenda de Jaun de Alzate), el padre Coloma (Pequeñeces...), y ahora mismo, la deliciosa novela galdosiana Misericordia, que me suscita la reflexión sobre el derecho y la justicia. ¿Pero qué tiene que ver el derecho con la justicia? En mi opinión, cada día que pasa le veo muy poca relación, casi ninguna. Diría que me he vuelto kelseniano total. Hoy veo el derecho simplemente como un sistema de regulación del tráfico de intereses sociales, y poco más, donde se imponen los más fuertes (como quería Trasímaco). Don Benito Pérez Galdós también fue otra víctima del derecho (¿o quizá encontró amparo?) en el famoso pleito por la recuperación de sus plenos derechos de autor sobre sus libros, en el que fue defendido por el letrado Cánovas del Castillo. Le costó el arbitraje con su antiguo socio, un huevo y la yema del otro (incluídos los honorarios del ilustre letrado), pero logró recuperar lo que era suyo. Vamos, creo, con cierto cinismo, que las maniobras jurídicas no son el lugar propio para hacer justicia, y no se debe fundar demasiadas esperanzas en los pleitos y juicios, si se persigue un ideal. Eso es otra cosa distinta que el derecho.

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11 diciembre 2015

Cerbantes, con b de burro

Se veía venir. Después de la trapacería del Quijote "en castellano actual", porque opinan que está escrito "en castellano antiguo" [aquí], ya hay quien se ha atrevido a editarlo bajo la autoría de Cerbantes, con b de burro, porque "siempre firmó con B" [Pollux]. Yo, ni quito ni pongo rey, pero me divierte pensar en la jaqueca que provocará en los bibliotecarios y en el ISBN. Para reponerme del susto, reseño aquí dos buenos libros, novedades de escaparate, a ver si me lo traen los reyes magos. Uno, los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega, en la Biblioteca Castro [fundcastro]. El otro, Divagando por la Ciudad de la Gracia (1914), ultimísima edición de este clásico sevillano de José María Izquierdo (1886-1922), conmemorativa del centenario de su publicación, editado por el ateneísta Enrique Barrero y el profesor Rogelio Reyes, publicado por el Ayuntamiento de Sevilla [ICAS]. Publicación rezagada, como todo lo que pende de lo público, pero bienvenida sea con el retraso. A mandar. Y a ver si nos toca la lotería.

01 diciembre 2015

Un diccionario del español jurídico


Leo en el noticiario de la Real Academia Española el anuncio de la publicación, el año que viene, de un Diccionario del Español Jurídico, dirigido por el académico Santiago Muñoz Machado [rae]. La noticia me parece interesante, aunque la he leído con bastante escepticismo. ¿Es posible, en verdad, confeccionar a estas alturas un diccionario jurídico? Al instante, he recordado esas palabras del antijurista Julius von Kirchmann, que todos aprendimos en el primer curso de carrera: «tres palabras de un legislador y bibliotecas enteras se convierten en basura» [scielo], y que, entendidas en su justa medida, encierran una verdad que los juristas conocen por la práctica: que el derecho es mudable. Y lo decía también Santo Tomás, S.Th. I-IIª, q 97, a 1: Ex parte vero hominum, quorum actus lege regulantur, lex recte mutari potest propter mutationem conditionum hominum, quibus secundum diversas eorum conditiones diversa expediunt [CTh].

Pese a las primeras objeciones que se me ocurren, voy a esperar con mucho interés la aparición de este diccionario jurídico, avalado por la autoridad de la Real Academia (véase que no tengo más remedio que emplear un término de raigambre jurídica, el aval). Pero hasta entonces, no puedo evitar que se me agolpen muchas dudas sobre la realización del diccionario. Lo primero, que es raro que los juristas tengan a mano, en su trabajo diario, un diccionario jurídico (igual de chocante sería que un médico se valiese en el día a día de un "diccionario de términos médicos"). El jurista conoce su profesión y no necesita que se la expliquen. Apenas hace unos días que oí a alguien emplear esa bonita palabra jurídica, dolo, que los juristas tienen interiorizada sin necesidad de acudir a ningún diccionario.

Pero hay otra razón más importante para que los juristas desdeñen el uso de un diccionario jurídico. Los términos del derecho no se definen simplemente por el uso, como las palabras corrientes. Por ejemplo, el término consentimiento tiene un significado usual, que es seguro que cualquier hablante entiende, pero que en su sentido técnico requiere muchas precisiones y distingos. En realidad, el jurista conoce el valor de sus palabras técnicas en la salsa del medio jurídico en que se mueve, formada por una red de normas y principios, irreductibles a la simple definición plana de un diccionario. Lo que necesita el jurista no son definiciones de diccionario, sino mapas con los que guiarse dentro de la jungla de las leyes vigentes, y esa función la cumplen en la práctica los mementos [Lefebvre] y las bases de datos de legislación y jurisprudencia en línea, que se actualizan al día. Un diccionario a la antigua, en papel, orientado supuestamente a guiar al jurista en la interpretación del derecho, estará ya muerto a las 24 horas de publicarse, como profetizaba Julius von Kirchmann.

Tal vez este nuevo diccionario académico pretenda construirse como un prontuario enciclopédico de conceptos del derecho, organizado como elenco alfabético de monográfías temáticas (en torno a grandes nociones tales como "contrato", "delito", "tributo"...). No veo que el destino que le aguarde a un diccionario así concebido, sea muy distinto del que sufren tantísimas publicaciones oportunistas de las casas editoriales, cuyo plazo de caducidad está fijado por las "tres palabras" que se le ocurra vomitar al legislador de turno (de nuevo hay que citar a Kirchmann). Ningún libro pierde más valor con el trascurso del tiempo como esos Comentarios a la ley X..., que pasado el tiempo los libreros de viejo no dudan en arrojar a la basura, por inservibles. Con todo, no soy tan derrotista, y defiendo el gran valor de los libros jurídicos antiguos. Me gusta leer y consultar el Curso de derecho mercantil de Joaquín Garrigues, aunque sepa que sea un libro inútil para conocer el derecho vigente. Lo que de verdad importa es el espíritu del derecho (lo que distingue al jurista), no la letra de las leyes (asunto propio de leguleyos y pleitistas).

En general, no me gusta que una ciencia se presente en forma alfabética, que es el orden más próximo al caos (aunque a J.L. Borges sí le gustase leer enciclopedias). No le encuentro ningún sentido a que "contrato" vaya en la C, "delito" en la D, "pacto" (pacta sunt servanda) en la P, y "tasa" en la T. Más bien, tengo en la cabeza otra idea de diccionario jurídico, que no sé siquiera si existe. Sería uno elaborado de forma crítica e histórica, fundado en un enfoque universal y antropológico, y no necesariamente ceñido a una cultura o lengua particular (que sería el caso, por ejemplo, de un diccionario de derecho romano). Estoy pensando en un diccionario que acogiese esas grandes instituciones, que trascienden a cualquier época o territorio (pensemos por ejemplo en las uniones maritales y familiares). Me temo, sin embargo, que el propósito de este nuevo diccionario de la Academia no irá por ahí, y se quede en una revista más modesta de la legislación vigente. Pero ya veremos, no adelantemos acontecimientos.

La imagen de arriba es un dibujo de Daumier, de la serie "Les gens de Justice", donde el chiste está en el juego de las palabras "joven" y "huérfano": Oui, on veut dépouiller cet orphelin, que je ne qualifie pas de jeune, puis qu'il a cinquante sept ans, mails il n'en est pas moins orphelin.... je me rassure toute fois, messieurs, car la justice a toujours les yeux ouverts sur toutes les coupables menées !...

[Via]

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25 noviembre 2015

Del padre Efrén, y algunos libros más

Era inevitable que volviese a las andadas en la feria del libro antiguo, que estos días se está celebrando en Sevilla. Tendrían que prohibirme curiosear libros, como al que prohiben entrar en los casinos y los bingos. Como todos los años, he comenzado a visitar la feria con bastante escepticismo, pero según se han ido animando los días, el balance de libros hallados está siendo excepcional. Ya he aireado las primeras tres compras [aquí], y ahora vuelvo a reseñar las últimas adquisiciones, como si yo fuese el director de una biblioteca pública, y no simplemente un coleccionista particular:

1. Saúl Yurkievich : Julio Cortázar: mundos y modos. Madrid, Anaya & Mario Muchnik, 1994 (8 euros). Yurkievich fue amigo de Cortázar, pero aquí habla del escritor, no del hombre. Libro que trasciende la crítica académica, para ser un texto poético (Yurkievich también escribió poesía).

2. Luís Ruiz Contreras : Memorias de un desmemoriado. Madrid, Aguilar (col. "Crisol"), 1961 (3 euros). Ejemplar averiado por fuera, impecable por dentro. Curioso relato de las comidillas literarias de principios del siglo XX.

3. José Martí : Diarios. Con prólogo de Guillermo Cabrera Infante. Barcelona, Galaxia Gútenberg, 1997 (6 euros).

4. Enrique Anderson Imbert : Historia de la literatura hispanoamericana. México, Fondo de Cultura Económica ("Breviarios"), 1954 (6 euros). Tiene su encanto. En la fecha tan temprana de la edición, este breviario alcanza desde la época de la colonia, hasta Jorge Luís Borges, Adolfo Bioy Casares, Ernesto Sábato y Julio Cortázar, entre los argentinos, por ejemplo.

5. Efrén de la Madre de Dios O.C.D. / Otger Steggink O.Carm. : Tiempo y vida de Santa Teresa. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1968 (12 euros). Ejemplar impecable, muy valioso, que he comprado en el mostrador de un librero anticuario valenciano ("El cárabo"). En la portada hay una dedicatoria autógrafa que presumo del mismísimo padre Efrén, fechada en su pueblo natal, Guadasuar (Valencia) a poco de publicarse el libro. Da la casualidad, además, que este año se celebra, tanto el V centenario de Santa Teresa, como el centenario del padre Efrén de la Madre de Dios (Guadassuar, 1915 - Desert de les Palmes, Benicàssim, 1996). Como biografía teresiana tiene mucha documentación y trabajo de archivo detrás, aunque a la letra suena anticuada, con muchas licencias poéticas y retóricas. La estoy leyendo, que conste.

En fin, en lo que va de feria, y ateniéndome al refrán de que cada uno la cuenta según le va en ella, a mí me ha ido este año de fábula, como para no pedir más, y por mí que la cierren ya. He comprado ocho libros buenísimos, o que a mí me lo parecen, con un gasto de 45 euros, merecidos. Un viejo aficionado a los toros me contaba haber encontrado en la feria un libro antiguo, de la rama taurina, que pedían por él 200 euros. Cuando yo le conté que había encontrado un buen libro por 12 euros, me dijo: ¡ah, bueno!

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18 noviembre 2015

Un primer balance de la feria del libro antiguo

Este año he llegado con desgana a la feria del libro antiguo de Sevilla, sin encontrar nada que me llame la atención. A pesar de todo, y esto parece gracioso, ya llevo comprado TRES libros, en los que he invertido... DIEZ euros. Cualquiera diría que me estoy conteniendo, en las ganas de comprar y de gastar. Veamos qué tres libros:

Teodoro Falcón Márquez : La capilla del sagrario de la catedral de Sevilla. Diputación de Sevilla, 1977 [3 euros]. Teodoro Falcón es profesor emérito de la universidad [sisius], y cuenta con un amplísimo número de publicaciones de arte y arquitectura de la ciudad, por ejemplo, el libro en coordinación Patrimonio monumental y artístico de la universidad de Sevilla (1986). El último que ha publicado, este año, trata de La iglesia de Santa María la Blanca y su entorno [archisevilla].

Fernando de Herrera : Algunas obras. Edición al cuidado de la profesora Begoña López Bueno [grupopaso]. Diputación de Sevilla, 2014 [4 euros]. Elegante y manejable edición, digna de "el Divino". Es una reedición en rústica de la primera editada en 1998.

Rudolph PetersLa yihad en el islam medieval y moderno. Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 1998 [3 euros]. Librito publicado para conmemorar el centenario de Ibn Rushd (Averroes), contiene la edición de dos tratados sobre la yihad, uno de Averroes, y otro del académico egipcio Mahmud Shaltut (1893-1963). La edición del profesor Peters, de la universidad de Amsterdam [uva.nl] también ha sido traducida al inglés [amazon].

En fin, en este primer balance (que no sé si tendrá continuación) se echa de ver mi predilección por los libros institucionales (publicados por el ayuntamiento, la diputación, la universidad...).

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28 octubre 2015

Librerías de la calle Sierpes



No hacía yo bien la cuenta de las librerías que hay en la calle Sierpes, ¡y eso que ya sólo quedan dos! Hacer memoria de las que hubo es también echar la vista atrás de nuestra biografía. Qué diferente son los libros, y las librerías, pasados cuarenta años. No me olvido de otras librerías que conocí en mi juventud, como la de Lorenzo Blanco, en El Salvador, la de Oliam, en la calle Álvarez Quintero, o más lejos, la librería Guerrero, en la calle García de Vinuesa, e incluso la librería Antonio Machado (la de Alfonso Guerra), en la calle Santo Tomás, o las que más me fascinaban, donde correteaba los sábados por la tarde, la librería Montparnasse, en Don Remondo, o la librería Al-Andalus, en la calle de la Roldana, escueta bocacalle de San Gregorio (está liquidando). Esta vez me limito a andar la calle Sierpes y recorrer con la mente las librerías que recuerdo.

La librería decana de cuando niño era la de Tomás Sanz (1880-1990), que yo ya conocí instalada en la minúscula calle Granada, lindando con el Ayuntamiento. Un escaparate "oceánico", donde iban posándose los libros conforme llegaban. Allí me compraron las primeras Poesías completas de Antonio Machado, en la edición de Selecciones Austral (edición que aún encuentro en la feria de El Jueves).

No me acuerdo sin embargo para nada de la librería de Eulogio de las Heras, que cerró en los años 70. Ahora me ha dado por reunir libros viejos con el sello de esta librería (tengo dos, uno el San Francisco de Asís de Chesterton, en antigua edición en tela de la Editorial Juventud).

Recuerdo más, como un paisaje sentimental, la de Pascual Lázaro, en la esquina de la Campana, una librería a la antigua usanza, con mostrador imponente de madera, que no se me va de la cabeza. Allí me regalaron, cuando terminé la carrera, tres tomos del Curso de Derecho Civil de Castán.

También me acuerdo de la minúscula librería Atlántida, enfrente del Mercantil, que sobrevivió hasta 1995 [Recuerdo]. Allí compré con quince años la novela Rayuela de Julio Cortázar, la impactante edición de Edhasa; o el Derecho agrario de Ballarín; o la Historia de las ideas políticas de Jean Touchard.

Estas cuatro librerías ya han pasado, como pasa nuestra propia vida. Hoy la decana en la calle Sierpes es la librería de San Pablo, enfrente del Casino Militar, donde me gusta repasar las novedades de religión y de teología. El último que me he comprado, y que acabo de contar [aquí], es la Teoría del conocimiento, de Alejandro Llano. Los Paulinos (la orden de Santiago Alberione) llevan en la ciudad casi cincuenta años, y en la calle Sierpes algunos menos [archisevilla].

Por último, es justo que me refiera al gran establecimiento de la librería Beta, que el año pasado se mudó desde el antiguo Teatro Imperial a otro local de tres plantas, casi mirando a la calle Rivero, a un paso de la cafetería Ochoa (para quien guste tomarse un café con una "media-noche" después de mirar libros). El último libro que recuerdo haber comprado aquí es la Teoría de la Constitución de Carl Schmitt (un tema de candente actualidad).

Pero si he de ponerme melancólico, creo que uno de mis recuerdos más imborrables de la calle Sierpes no está ligado a los libros, sino a la horchatería Fillol que daba pared con pared con el antiguo Teatro Lloréns, hoy horriblemente convertido en un salón de juegos, pero que merece ser visitado para admirar su fastuoso artesonado neomudéjar.

(La fotografía de la librería de Pascual Lázaro la he tomado de un sitio dedicado a imágenes antiguas de Sevilla [facebook]).

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23 octubre 2015

Noticia de libros: Alejandro Llano

Hoy es viernes y me ha dado una vuelta por una librería de la calle Sierpes. Bueno, es un decir, en la calle Sierpes, si no llevo mal la cuenta, ya sólo queda una librería, la librería de la calle Sierpes (en mi niñez había un puñado) (hay dos librerías, llevo mal la cuenta). Y allí me he encontrado con un libro, que ha sido todo un flechazo, novedad tan fresca que ni siquiera he visto que la editorial, la sempiterna BAC, haya presentado todavía el libro en su página web. El libro está flamante, como recién salido, no del horno, pero sí de las prensas. Es del profesor Alejandro Llano [unav]: Teoría del conocimiento. Me parece un libro valioso, que me he llevado a ciegas (tan sólo una ojeada al índice) porque es de un especialista (el profesor Llano imparte cursos sobre esta materia), y no es excusable para quien quiera hacerse cargo del pensamiento de Immanuel Kant. No es sin embargo una novedad estricta, ya que Alejandro Llano ya publicó en 1982 un manual de Gnoseología ("gnoseología" y "teoría del conocimiento" son la misma cosa, y creo que el autor se excusa en las primera líneas del prólogo). Hay que pensar que esta nueva Teoría está actualizada en referencias bibliográficas, aunque también es de esperar que esté muy ceñida a la filosofía perenne de Santo Tomás de Aquino (aunque el primer autor que cita, con justo merecimiento, es Kant, en el mismo prólogo, tema de su tesis doctoral). Me parece un libro bello, síntesis de una trayectoria académica, que merece ser conocido y leído.

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08 octubre 2015

La paradoja de las erratas de Babel


En la nota anterior [esta], he publicado unas "Apostillas a la Biblioteca de Babel", el relato de Jorge Luís Borges. Tiene un extraño poder hipnótico, y tal vez yo mismo me encuentre ahora alucionado. Un sondeo en internet (la moderna Babel, según interpretan muchos), nos hace tropezar con multitud de lecturas y glosas. Así al azar, el artículo del físico mexicano Manuel Martínez Morales: "Entropía y complejidad en la Biblioteca de Babel" [Universidad Veracruzana], o todo un libro, del matemático norteamericano W.L. Bloch: The Unimaginable Mathematics of Borges' Library of Babel [OUP USA]. Todo este movimiento daría para fundar un "International Journal of Babelian Studies". Pienso que Borges lo vería como una confirmación de sus visiones alucinadas.

En esta nueva entrada me gustaría divagar sobre las diversas paradojas que provoca la imaginación de una biblioteca total, como es la Biblioteca de Babel, desde la perspectiva de las erratas: "Cada ejemplar es único, irreemplazable,  pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma." ¿Es posible?

Imaginemos un libro cualquiera de la Biblioteca de Babel, que concluyese con estos cinco caracteres: finis. Puede haberse cometido una errata por omisión, dejando un espacio en blanco, lo que daría lugar a estas cinco posibilidades:

fini
fin s
fi is
f nis
 inis

Las erratas cometibles pueden ser también de dos caracteres (finae, canis, etc.), o de tres (talis, etc.)..., y así sucesivamente. En esos últimos cinco caracteres del libro se pueden producir hasta 9.765.624 versiones erróneas de finis (25 caracteres posibles elevado a 5, menos una versión, la versión genuina). El lector está invitado a comprobarlo con papel y lápiz.

Sigamos imaginando. Si la errata se limita a un único carácter de cada libro auténtico, los facsímiles de cada libro ascenderían a 32.799.999 (1.312.000 caracteres en un libro, que pueden errar, multiplicado por 25 caracteres, menos uno). Son muchos más que los "varios centenares de miles" que dice el relato. Y el número se incrementa exponencialmente si pensamos tan sólo en dos o tres erratas nada más.

Así que cada libro de la Biblioteca de Babel puede contener o una, o dos, o tres erratas... hasta el límite, un total de 1.312.000 erratas, que es el conjunto de caracteres de cada libro (410 páginas, 40 líneas por página, 80 caracteres por línea). Así, para cada libro, digamos, auténtico, puede calcularse el número de los facsímiles que contienen erratas del original. Si el número de caracteres posibles en cada posición es de 25 (22 letras, el punto, la coma y el espacio), el número posible de facsímiles (como los llama Borges) o versiones defectuosas de un libro cualquiera, ascendería a 25 elevado a 1.312.000 menos uno (justamente la versión correcta), esto, las combinaciones posibles de los 25 caracteres, tantos como libros posibles en la Biblioteca, menos la versión auténtica.

Sin embargo, podría objetarse que un libro completamente desfigurado por las erratas habría perdido por completo su identidad, cumpliéndose la paradoja del barco de Teseo [wiki]. Si en la simple secuencia de cinco letras: Teseo, se cometen erratas sucesivas, reemplazando cada consonante y cada vocal por la que le sigue en el alfabeto, resultaría: Vitiu, que podríamos interrogarnos si es una secuencia que tenga algún sentido, y si aún guarda relación con la secuencia que ha reemplazado (el argumento se podría elevar al conjunto de cada libro y sus facsímiles).

En cualquier caso, la permutación facsimilar de los caracteres de un libro nos conduce a otra paradoja mayor, la de que la totalidad de la Biblioteca pueda interpretarse como el conjunto de facsímiles defectuosos de un libro original; y que cualquier libro de la Biblioteca sea entonces como un original respecto de los demás. Es tanto como decir que la Biblioteca de Babel está compuesta de un único libro, y de todos sus facsímiles. La Biblioteca de Babel será entonces un sistema iterativo (todos los libros se refieren a todos los libros, indefinidamente), donde no es posible distinguir un libro absolutamente original respecto de los demás (cada libro será el original de sí mismo, y el facsímil de todos los demás).

Plantearse si las rutas posibles (la relación de libro original a facsímil) dentro de la Biblioteca, es un conjunto finito, se escapa ya de mi alcance. Puede pensarse que sea un conjunto finito (aunque inconcebible), aplicando el cálculo factorial. Pero también como infinito, porque la autenticidad de un libro (o de un simple fragmento de un libro) es un atributo que le adjudica el intérprete, y no es intrínseco a la combinatoria de caracteres, indiferente a cuestiones de autenticidad (que no es cuantitativa, sino cualitativa).

Si cotejasemos dos libros de la Biblioteca, que tan sólo difiriesen en una coma, no seríamos capaces de discernir cuál es el ejemplar auténtico y cuál el facsimil. Tendríamos que comparar los libros con un arquetipo externo a la Biblioteca (de nuevo la paradoja del mentiroso). Pero además, no tendríamos mejores razones para identificar al libro B, antes que el libro C, como facsímil de A (porque cualquier libro es facsímil de cualquier otro libro).

Pienso entonces que las relaciones de original a facsímil, en la Biblioteca, son indefinidas, porque ni hallaríamos nunca el arquetipo de un libro, comenzando por cualquiera de sus facsímiles, ni tampoco su facsímil más próximo, aceptando un ejemplar cualquiera de la Biblioteca como arquetipo. Sería una ruta sin fin.

Pensemos por ejemplo en los cuatro Evangelios, testimoniados por más de un centenar de fragmentos de papiros, sobrevivientes de los primeros siglos, y millares de manuscritos antiguos. El texto es sustancialmente el mismo, aunque se han colacionado millares de variantes del hipotéticos texto primitivo [Wallace]. La fijación del texto que se estima como original es, en alguna medida, resultado del consenso de los editores modernos [Nestle-Aland]. Quizá por un margen mínimo (las variantes textuales) no conocemos a ciencia cierta el texto íntegro de los Evangelios originarios, salidos del cálamo de los evangelistas (es posible pensar incluso que los propios escritores sagrados, Lucas y los demás, pudieron con el tiempo revisar y corregir sus propias redacciones).

En la Biblioteca de Babel imaginada por Borges, la atribución de autenticidad o genuinidad a un libro, respecto de sus facsímiles, presenta este mismo problema: que no resulta del libro mismo, sino de la autoridad de sus lectores o editores. Luego hay que pensar que la Biblioteca, más que infinita, es indefinida e incompleta (no puede justificarse a sí misma).

Si no se introduce alguna restricción de umbral de erratas, podría interpretarse por ejemplo que las Églogas de Garcilaso de la Vega son un conjunto de erratas, o un facsímil distorsionado, de las Soledades de don Luís de Góngora (y viceversa). En este caso, podría calcularse con un ordenador cuántas iteraciones serían necesarias para alcanzar las Soledades desde las Églogas (y el recorrido inverso).

Antes de seguir, tenemos que preguntarnos por qué esto de interpretar las Soledades como un facsímil de las Églogas nos suena a disparate. Desde un punto de vista matemático, las permutaciones de un libro a otro cualquiera son calculables. Pero, ¿por qué rechazamos instintivamente esta posibilidad? Porque, las combinaciones de caracteres son posibles, pero nunca es posible permutar el espíritu creador respectivo de Garcilaso y de Góngora. Fueron dos individuos, dos personalidades únicas. Tal vez podamos decir que la Biblioteca de Babel contenga todos los libros posibles, que puedan interpretarse los unos como facsímiles de los otros (de cualquiera de ellos), pero realmente el cálculo no es posible extenderlo a los creadores. Es una Biblioteca matemáticamente posible, aunque espiritualmente imposible. De hecho, las Soledades no fueron producto de una permutación de caracteres, sino de un impulso creativo de su autor, don Luís de Góngora. Y así todos los libros in facto esse.

La Biblioteca de Babel no contiene ninguna indicación sobre la autenticidad de un libro, ni sobre el radio de facsímiles o ejemplares errados, lo que contradice nuestra experiencia práctica. Pero esta cuestión nos conduce derechos a la antigua paradoja sorites, o "del puñado de arena" [wiki]. No sabemos medir con exactitud cuándo un grupo de 'n' granos de arena deja de ser un puñado, o un montón, aunque en la vida real seamos capaces de señalar que aquel es "un montón de arena".

Las erratas plantean un problema análogo: ¿cuándo un libro estará tan desfigurado que ya no sea posible afirmar que sea un facsímil de un original? ¿Por qué repudiamos que las Soledades sean un facsímil de las Églogas (o viceversa)?

Podemos estipular un umbral aceptable, por ejemplo una errata por línea (lo que ya suena escandaloso, para un lector discreto). Para los libros de Babel, eso daría lugar a que cada ejemplar facsimilar de la Biblioteca contuviese 16.400 erratas (en 410 páginas, de 40 líneas), y un número de facsímiles posibles inimaginable (tantos como 25 elevado a 16.400, menos uno, el original). Sin embargo, es una estipulación muy moderada.

Podemos, por ejemplo, imaginar un libro de la Biblioteca que comenzase con esta línea de ochenta caracteres: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho, y que fuese seguida de una sucesión caótica de caracteres: jhhbcuyanbnb ujhahg..., hasta la última página. ¿Afirmaríamos entonces que éste fuese un ejemplar facsimilar, aunque muy distante, de El Quijote?

Mi solución a esta cadena de paradojas extravagantes, es que las erratas, o los facsímiles, no son un atributo de los libros de la Biblioteca de Babel. Cada libro de la Biblioteca es único, no tan sólo en el sentido de que difiera de los demás, aunque sea en un grado mínimo (una coma de más o de menos), sino porque no cabe relacionarlo con la colección. La calificación de facsímil (o reproducción defectuosa de un impreso) sólo cabe atribuirla cotejando cada ejemplar con un original, que debe situarse fuera de la Biblioteca (como también deben encontrarse fuera los catálogos). Y esto nos conduciría a la conclusión, bastante absurda, de que la Biblioteca de Babel se compone, o bien totalmente de facsímiles, o bien totalmente de originales, pero sin posibles grados intermedios. Es decir, sería una biblioteca indiscernible, que requeriría otra biblioteca paralela para interpretarla (y así sucesivamente, hasta el infinito).

Queda en pie no obstante una intuición poderosa, de Jorge Luís Borges: que de alguna manera, todo libro pensable se comunica con los otros, y que cada libro es un reflejo de todos los libros posibles. A diferencia de Babel, nuestras bibliotecas, las de este bajo mundo, cumplen esta feliz asociación, que permite reconocer erratas, facsímiles, deudas y precursores. Es la mente del lector la que asocia todos los libros.

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05 octubre 2015

Apostillas a La Biblioteca de Babel


La lectura del relato de Jorge Luís Borges "La biblioteca de Babel" es fascinante. Desde que lo leímos por primera vez, se nos quedó grabada esa imagen de la biblioteca total, con la que medimos, a modo de idea platónica, las bibliotecas de la vida corriente. Estas apostillas son un intento por explicarme este genial artefacto poético y simbólico. Borges quiso darnos algunas pistas en el prólogo de 1941 de su libro El jardín de los senderos que se bifurcan: "No soy el primer autor de la narración La biblioteca de Babel; los curiosos de su historia y de su prehistoria pueden interrogar cierta página del número 59 de Sur, que registra los nombres heterogéneos de Leucipo y de Lasswitz, de Lewis Carroll y de Aristóteles [Sur]". El filósofo alemán Kurd Lasswitz fue, además de editor académico de las obras de Immanuel Kant, autor de relatos de ciencia ficción, uno de los cuales prefigura esa idea extravagante de la biblioteca universal, delirio de los bibliómanos [Lasswitz]. De la mano de esos cuatro nombres apuntados por Borges (Leucipo, Lasswitz, Lewis Carroll y Aristóteles), y quizá también el de Kant, vamos a descomponer con libertad propia de lector (la misma que ejercía magistralmente Borges) el mecano de esta "Biblioteca de Babel".

ARISTÓTELES.- El vértigo aritmético de la población de esa biblioteca fantástica, es lo primero que nos sorprende. El número de libros es "vastísimo, pero no infinito"; y la biblioteca "ilimitada y periódica"... Palabra muy repetida en Borges, el infinito, que se sustrae a cualquier medida, y que provoca en la mente aporías, dificultades de razón, porque no podemos atraparlo ni contarlo con los dedos de la mano. Las implicaciones matemáticas del cuento están expuestas en un artículo de la wikipedia [wiki], que enlaza con una interesante nota del lógico norteamericano W.v.O. Quine, "Universal Library" [Quine], donde sienta la conclusión de que la biblioteca de Babel es finita: "It is interesting, still, that the collection is finite. The entire and ultimate truth about everything is printed in full in that library, after all, insofar as it can be put in words at all. The limited size of each volume is no restriction, for there is always another volume that takes up the tale -- any tale, true or false -- where any other volume leaves off." Pero habría que precisar que lo finito son las combinaciones posibles, no la biblioteca misma, que puede ser ilimitada y periódica.

La finitud resulta de las restricciones iniciales (una biblioteca compuesta de libros regulares de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro). Sería infinita si el número de páginas de cada libro, o el número de caracteres que se combinan, fuese indefinido. Menos asumible parece que esa biblioteca finita contenga cualquier libro posible, en cualquier lengua posible. La razón es la misma, porque cualquier libro que se pueda escribir también está sometida a condiciones (la misma combinatoria de un número limitado de caracteres). Pensemos por ejemplo, en las Opera omnia de Santo Tomás de Aquino. No caben en un único volumen de la biblioteca, pero como apunta Quine, donde se cortase el texto, continúa en otro volumen. Pongamos que cuarenta, cincuenta volúmenes de la Biblioteca de Babel contienen todas las obras latinas del Aquinate. Puesto que las obras de Santo Tomás se nos presentan materialmente como una combinación de un número limitado de caracteres (las letras del alfabeto), debe afirmarse que todas sus obras están aquí (y también todas sus posibles variantes e interpolaciones, y todas sus traducciones a lenguas presentes o pretéritas; incluso los texto perdidos, ¡o la continuación de la Summa inabada!).

No parece creíble, pero tomemos un ejemplo que nos da el mismo Borges, una sucesión caótica de once caracteres: dhcmrlchtdj. Las combinaciones de los veinticinco caracteres (veintidós letras, más el espacio, el punto y la coma), en once posiciones, se eleva a más de 2.384 billones (25 elevado a 11). Pero cada libro contiene 1.312.000 posiciones (410*40*80). Las combinaciones posibles, es decir, libros posibles en la biblioteca, no puede imaginarse, aunque es una cantidad finita (25 elevado a 1.312.000), no infinita. Esta dimensión puede albergar, en efecto, cualquier libro posible, pero no porque sea muy grande, sino por definición (la biblioteca, y cualquier libro posible, están sometidos a las mismas restricciones).

Se me ocurre oponer algunas objeciones a este panorama vastísimo pero no infinito. Primero, que la parte más considerable de los libros de esta biblioteca de Babel no son libros posibles. Una combinación anárquica de caracteres (como los que produciría un mono aporreando una máquina de escribir) no es un libro. Debería por tanto introducirse otra nueva restricción, que consistiría en que el texto fuese reconocible como perteneciente a una lengua natural, a cualquier lengua natural (es decir, humana). Esto conduciría a excluir de la biblioteca los textos caóticos, sin un posible sentido (Borges examina esta cuestión). La pertenencia a una lengua natural (real o hipotética) es también una propiedad intrínseca de cualquier libro posible.

Sería también discutible otra restricción, de índole semántica. Borges (y también Quine) coinciden en que esta biblioteca lo contendría todo, cualquier contenido posible ("the entire and ultimate truth about everything"), y eso es lo que quiere decir que sería una "biblioteca total", o una "biblioteca universal". A eso opondría yo que el contenido explicado en cada libro también debería reconocerse como humano. Un hipotético anuncio angélico, expresado como lo haría un ángel, y no un hombre, no sería reconocible (ya que el arcángel Gabriel del evangelio se expresó como hombre, no como ángel, porque quiso hacerse entender de Zacarías y de María). Suele decirse que un texto es reconocible en la medida en que está escrito por un no demente. Puede discutirse entonces que esta biblioteca contuviese textos dementes (es decir, sin contenido comprensible), aunque fuese expresado en una lengua natural, y matemáticamente fuese posible su articulación gráfica.

La última objeción que opondría tiene algo que ver con esta exigencia de que la biblioteca contuviese tan sólo libros expresados en una lengua natural, y mentalmente comprensibles. Se plantea en forma de paradoja: ¿el catálogo de la biblioteca forma parte de la biblioteca? Si el catálogo tiene forma de libro, habría que decir que sí (Borges, y antes Lasswitz, lo afirmaban). Pero esto conduce a paradojas mayores: la biblioteca contiene no sólo el catálogo verdadero, sino catálogos falsos, o erróneos. Si el catálogo no fuese ni fácilmente localizable, ni reconocible, entonces sería una biblioteca desordenada, y habría que decir entonces que ya no sería una biblioteca (lo propio de una biblioteca es que presente un orden). Es otra variante de la "paradoja del mentiroso". Sólo puede resolverse admitiendo que, de alguna manera, el catálogo de la biblioteca debe estar fuera de la biblioteca, localizado y de fácil consulta (aunque como libro también deba pertenecer al inventario de la biblioteca).

LEWIS CARROLL.- El relato de "La Biblioteca de Babel" es un sueño, un delirio, quizá una pesadilla. No pretende describir un estado real de cosas (es obvio que el lector común disfruta este relato como fantástico porque no es real). Lo anunciaba Borges al final de su nota sobre la "Biblioteca total" en la revista Sur: "Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles. Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, articulados en un solo organismo... Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira."

No podemos, claro, tomarnos en serio el relato (es literatura, poesía pura si se quiere), pero podemos disfrutarlo como una ocasión para el pensamiento libre y creativo. De principio a fin el relato está atravesado por la ironía borgiana, que apunta a conclusiones más serias. La primera broma (que no sé si ha sido ya advertida) es que estos libros de la Biblioteca de Babel no son verdaderos libros. Se nos dice que "cada libro es de cuatrocientas diez páginas". Pero este número de páginas, 410, no hacen un libro, no son compaginables en pliegos de papel (2*5*41). Para ser precisos, serían compaginables con seis páginas más, 416 (2*16*13). Primera broma de Borges.

La segunda broma se refiere al número de letras o grafismos que se combinan, veintidós, más el espacio, el punto y la coma. El lector apresurado piensa enseguida en una biblioteca eurocéntrica, de libros compuestos con caracteres latinos (aunque no se cuentan los signos diacríticos). La alternancia de cualquier otro posible sistema alfabético haría una biblioteca potencialmente infinita; debe entonces introducirse otra restricción. Ahora bien, ¿cuáles son esos veintidós caracteres que se combinan? El inglés tiene veintiseis letras; y el español (con la ñ), o el alemán (con la ese sonora), veintisiete (y no hemos contado los innumerables signos especiales de otras lenguas, como la simple ce con cedilla...). ¿En qué alfabeto piensa Borges? Sin duda, el aleph-beto hebreo, que precisamente tiene esos veintidós caracteres (sin contar los puntos o signos diacríticos). Tal vez hubiese querido sugerir que el hebreo es la lengua de la divinidad, aunque parece otra broma. Pero entonces, ¿con qué signos aparecen en la biblioteca los ejemplos aducidos en el relato: «Oh tiempo tus pirámides»?

Tampoco hay que olvidar que no es Jorge Luís Borges quien habla en el relato, sino un bibliotecario de la Biblioteca de Babel: "Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací...". Podemos por tanto poner en cuarentena todo lo que nos refiere; aunque esto es una convención necesaria (en otros relatos, en cambio, Borges gustaba introducirse como un personaje más, léase "El Aleph", o "Tlön...").

Las mayores ironías comienzan aquí. Los bibliotecarios de esta fantasmagórica biblioteca desesperan de encontrar un libro que haga sentido, pero no advierten que lo tienen a la mano, simplemente escribiéndolo, como hace este bibliotecario agonizante. Prefieren el libro ("Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación"). Tampoco advierten que el fundamento de los libros no está confinado a los libros mismos, sino que vive en la enseñanza oral, y eso que en el relato se suceden los predicadores y "descifradores ambulantes". Quizá debamos sorprendernos por añadidura de que el protagonista haya logrado ver dos Vindicaciones (un género particular de libros), cuando la probabilidad de encontrar en la biblioteca, recorriéndola al azar, un fragmento con sentido, es prácticamente igual a cero... Si antes decíamos que ni estos son verdaderos libros (porque son imposibles en imprenta), ni ésta una verdadera biblioteca (porque está desordenada), tendríamos que añadir que los personajes no son verdaderos bibliotecarios, porque no saben reconocer un libro verdadero. Las ironías y bromas del relato son muy poderosas.

IMMANUEL KANT.- En un plano más elevado, Borges ha presentado una alegoría metafísica: El universo (que otros llaman la Biblioteca). Los bibliotecarios forman una caterva de sofistas y disputadores. No hay opinión que valga, no se ponen de acuerdo sobre el ser de la Biblioteca. Se encuentran en un estado antinómico, en que lo mismo cabe sostener una tesis o la contraria, decir que la Biblioteca es finita o infinita. El desorden de la Biblioteca de Babel se replica en sus habitantes, los bibliotecarios. Se oye continuamente el guirigay de las opiniones atravesadas de místicos, idealistas o dogmáticos. Babel es el nombre onomatopéyico de la confusión, del blablabá. "Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aún la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción."

Y la ironía más sutil del relato viene ahora. Se nos dice que "un bibliotecario de genio" descubrió, a partir de unos ejemplos, la ley fundamental de la Biblioteca: "que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales". Aquí Borges se ríe de todos los lectores venideros (el respetable Willard Van Orman Quine, o tú, o yo) que se tomen muy en serio la discusión sobre la finitud de la Biblioteca. Que la Biblioteca sea uniforme, que todos sus libros sean iguales, que sea una biblioteca total, o universal... son opiniones que se fundan tan sólo en las pobres y casuales observaciones de los bibliotecarios, y en la inducción y generalización de "un bibliotecario de genio". Pero, a estas alturas, ¿puede el lector estar seguro de que la Biblioteca fuese así?

Nadie sabe cómo es la Biblioteca, del mismo modo que tampoco nosotros sabemos cómo es el Universo. El estado de indecisión no se lo inventó Kant; también Santo Tomás de Aquino sostenía que, por la sóla razón, no puede saberse cómo es el mundo (S.Th. Iª, q.46, a.2 [CTh]), y añadía: hoc utile est ut consideretur, ne forte aliquis... rationes non necessarias inducat, quae praebeant materiam irridendi... Hablar del asunto es un hazmerreír. 

LEUCIPO.- El nombre venerable de Leucipo está unido al de Demócrito, los atomistas griegos, que sostenían que todo está hecho de lo indivisible, el átomo, y el vacío (del mismo modo que aquella biblioteca estába compuesta de una combinación de libros y de letras). La contribución de Leucipo y Demócrito no se confinó a la física, sino que se extendió a la ética. ¿Cómo debe conducirse el hombre en un universo gobernado por el azar? Conteniendo sus impulsos, aceptando su suerte.

Borges propuso en otro de sus relatos célebres, "El inmortal", un bosquejo de una ética para inmortales. Puede pensarse que en "La Biblioteca de Babel" nos haya ofrecido otra ética, en la estela de Leucipo y Demócrito, para los habitantes de un universo informe y caótico. Los bibliotecarios no saben muy bien dónde están, y alternan periodos de exaltación, con los de violencia y desesperanza, que concluye en el suicidio. Pero si no es posible creer, al menos debe sostenerse una vaga esperanza de que el universo, la biblioteca, tenga algún orden desconocido. Tal vez el pensamiento de Borges se descubra en las últimas líneas del cuento, donde el protagonista adopta una pose escéptica: "Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La Biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza."

JORGE LUÍS BORGES.- Concluído el cuento, uno se pregunta qué creía Borges de todo este asunto, porque parece dejarnos en la misma indecisión escéptica de los diálogos platónicos. Se ha escondido detrás del personaje (el anciano bibliotecario escéptico), y de un maremágnum de opiniones enfrentadas. Seguramente, el relato sea exactamente una exposición de aquello en lo que no creía Borges. No creía que el mundo careciese de belleza, de sentido, de verdad. El caos bibliotecario es lo opuesto del ideal borgiano. Las últimas líneas de su artículo en Sur lo apuntaban. Pero también las últimas palabras de su nota sobre "El idioma analítico de John Wilkins": "Esperanzas y utopías aparte, acaso lo más lúcido que sobre el lenguaje se ha escrito son estas palabras de Chesterton: "El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal... cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo". En todos estos escritos, pienso que Jorge Luís Borges se nos revela como un gran humanista. Creía en la dignidad del hombre, sobrepuesta a la disforme materia del universo.

SIGUE en "La paradoja de las erratas de Babel" [aquí].

(La fotografía, "Bibliothek", es de Andreas Gursky [Guggenheim]).

Salomón Derreza: "Para solucionar la paradoja de Babel" [Nexos].

25 septiembre 2015

Ratzinger y la idea de universidad


Acabo de hacerme con un libro que merece la pena: Razón abierta. La idea de universidad en J. Ratzinger / Benedicto XVI, de Marcos Cantos Aparicio (profesor de dogmática de la Universidad Eclesiástica de San Dámaso, de Madrid), coeditado por la Universidad Francisco de Vitoria y la Biblioteca de Autores Cristianos [BAC]. El volumen reúne 54 discursos del papa Benedicto XVI que giran sobre el tema universitario, precedidos por un estudio del profesor Cantos Aparicio, que, dicho en la jerga académica, se limita a ser una repetición de las lecciones del pontífice. Es un libro útil, aunque tal vez hubiera bastado una selección de discursos (los de Tubinga, Collège des Bernardins, Regensburg -Ratisbona-, y el nonato de La Sapienza...), porque es fatigoso leer muchas repeticiones en discursos de circunstancias. En esos pocos que merecen el recuerdo se nota "el lápiz" de Ratzinger. Todos se encuentran en la página web de la Santa Sede [Benedicto XVI], de donde los ha extraído y seleccionado el profesor Cantos Aparicio.

En realidad, este libro trata más de las enseñanzas del papa Benedicto XVI, y no tanto de las de aquel profesor Ratzinger de las universidades alemanas de Bonn, Münster, Tubinga y Regensburg. Entre uno y otro oficio (el de profesor, y el de sumo pontífice), ha mediado el desempeño de cargos eclesiásticos: primero, arzobispo de Munich y Frisinga (1977-1982), y a continuación el de cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1981-2005), donde Ratzinger permaneció, es muy llamativo, casi tantos años como los dedicados a la docencia (1951-1977). En las librerías se encuentran muchos libros que insisten sobre la figura del profesor Ratzinger, pero ninguno sobre el inquisidor Ratzinger, a pesar de que en ambas posiciones ha ejercido una gran influencia eclesial. Pero alguien tiene que hacerlo, alguna persona debía desempeñar entonces el oficio ingrato de defender a la Iglesia de las herejías, y le tocó a Ratzinger, elegido por su amigo Karol Wojtyla.

En general, el desempeño de una profesión es antitético con la libertad propia del profesor universitario. Un clérigo, un funcionario, se deben someter a los estatutos que gobiernan su profesión, mientras que un profesor tan sólo debe obedecer a su conciencia. Este conflicto es aún más agudo si se trata de un oficio eclesiástico, en contraste con el de teólogo. Lo explicaba muy bien Immanuel Kant en sus escritos polémicos sobre El conflicto de las facultades (1798). En aquella ocasión Kant recibió testimonio del desagrado regio por sus escritos sobre religión, y se le prohibió escribir más sobre el asunto. El caso de Sócrates se repetía en la Albertus-Universität Königsberg. Pero entre Sócrates y Kant aún debe mencionarse el caso del Aquinate. Santo Tomás de Aquino fue en su tiempo un teólogo modernista (si se nos permite la licencia de llamarlo así), atento y receptivo a las corrientes intelectuales de su tiempo (hodiernus). Aristotélico cuando el averroísmo estaba bajo sospecha. Después de su muerte algunas de sus tesis fueron condenadas por el obispo de París. Bien puede ser que Santo Tomás, patrón de las escuelas y de los estudiantes, también merezca ser invocado como el santo protector de los teólogos libres y perseguidos.

Los discursos de Ratzinger en Regensburg, o en La Sapienza, o en Tubinga..., no pueden adjudicarse, así como así, a aquel antiguo Herr Professor, aun cuando a veces contengan evocaciones de sus años académicos. Su gran prestigio como teólogo y como  perito del Concilio, no se vio anulado, pero tal vez sí contrarrestado en su proyección pública por el ingrato desempeño de la prefectura del Santo Oficio. Así, cuando en este libro editado por el profesor Cantos Aparicio leemos las "ideas de J. Ratzinger", no tenemos más remedio que preguntarnos ¿a qué Ratzinger nos referimos? ¿Al docente de Tubinga, o al cardenal prefecto en Roma?

Una preocupación de Benedicto XVI es hallar la esencia de la universidad, que encuentra en el lema quaerere verum, propio de las de las comunidades monásticas y escuelas catedralicias altomedievales. La universidad busca la verdad, ha enseñado el papa Benedicto XVI. No parece posible entender del todo este empeño de Ratzinger por explicar el origen antiguo de la universidad, sin tener noticia de los principios plasmados en la Magna Charta Universitatum, que fue otorgada en la celebración de los 900 años de la universidad de Bolonia, y firmada el 18 de septiembre de 1988 por 388 rectores europeos [Magna Charta]. 

Hasta hoy la Magna Charta Universitatum ha sido suscrita por 776 universidades de 81 países [signatory universities]. Representa pues un gran consenso universal sobre la institución. Aquí están representadas las lenguas y las culturas del mundo entero (la occidental, la africana y la oriental, mucho menos la islámica). Falta la Universidad Hebrea de Jerusalén, aunque hayan firmado tres universidades israelíes (entre ellas la más antigua, el Technion de Haifa). Están ausentes del documento las universidades rigurosamente confesionales. En el caso español, es interesante reseñar la presencia entre los signantes de la Universidad de Navarra, o la Universidad de San Pablo-CEU de Madrid (pero no la Universidad Francisco de Vitoria, o la Eclesiástica de San Dámaso). Eso evidencia que un ideario religioso no debe estar reñido con que se compartan principios comunes a escala planetaria (me parece hermoso que figure entre las universidades firmantes, la que hoy se llama Immanuel Kant Baltic Federal University, heredera de la Albertina [IKBFU]).

Una nota destacable de esta Magna Charta Universitatum, donde difiere de la enseñanza del pontífice, es que ha desterrado de sus declaraciones la palabra "Verdad". Dice su primer principio: "La universidad —en el seno de sociedades organizadas de forma diversa debido a las condiciones geográficas y a la influencia de la historia— es una institución autónoma que, de manera crítica, produce y transmite la cultura por medio de la investigación y de la enseñanza". ¿Es que la universidad ya no tiene por misión buscar la Verdad? ¿La cultura es otra cosa que la verdad? Esto hay que comentarlo.

Se da por supuesto la doctrina filosófica sobre la verdad [truth]. Para ser sumarios, enfoquemos la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino (Iª, q. 16, "de veritate") [CTh], donde sostiene unas tesis de gran interés, de plena vigencia. Hay que observar, como principio, que la definición de la verdad como adaequatio rei et intellectus, Santo Tomás dice tomarla del filósofo hebreo Isaac Israeli; lo que dice mucho del ambiente internacional y multicultural de las primeras universidades.

En la vida cotidiana, a la modesta escala de las cosas sencillas, todos entendemos qué es verdad. Decir la verdad es llamar a las cosas por su nombre. Pero la ciencia de las cosas muy grandes o muy pequeñas explica que no hay una representación única y privilegiada de la realidad. No sabemos con certeza cómo es el universo a gran escala, o en sus elementos más ínfimos, porque nuestra mente es limitada. Esto es extensible al conocimiento de los sistemas sociales y culturales, y también a las creencias. Tendríamos que ser como dioses para entenderlo todo de una vez. Por eso hoy no se acierta a explicar bien qué significa que la mente se adecue, se haga igual (adaequatio) a las cosas. Ni por tanto tampoco se entiende qué es la verdad.

Con todo, Santo Tomás de Aquino nos propone unas tesis muy valederas sobre la verdad. Comienza afirmando que la ciencia trata de las cosas verdaderas (scientia verorum est), que en realidad no es más que un truismo (eso es decir que la ciencia trata de las cosas que se representa la mente como verdaderas, esto es, como presentes en el intelecto). La mente, dice, tiene propensión a la verdad (verum nominat id in quod tendit intellectus), lo que de nuevo es afirmar otra tesis compartida por todos (que la mente propende a conocer las cosas). La verdad es así de simple, pero Tomás añade una precisión importante: la verdad está en la mente (terminus cognitionis, quod est verum, est in ipso intellectu). Y precisa que las cosas también se dicen verdaderas, en la medida en que se refieren a la mente (secundum quod habet aliquem ordinem ad intellectum). Conocer la verdad es conocer la misma conformidad de la mente con las cosas (conformitatem istam cognoscere, est cognoscere veritatem).

Estas tesis tomistas son máximamente asentibles. Sin embargo, decir que la Universidad busca la verdad, no parece suficiente como definitorio de la institución, siquiera sea que como proposición usual la aceptase el mismo Kant. La verdad como propensión de la mente hay que darla por supuesto en cualquier tarea intelectual, si no queremos negar a la mente misma. Por eso la invocación de la verdad, en un contexto académico, parece una fórmula vacía. Así que debemos aceptar como más explicativa la definición que ha acuñado la Magna Charta de Bolonía: la universidad es una institución que, de manera crítica, produce y transmite la cultura. La referencia de la universidad es la cultura, la vida humana, no la verdad, y su tarea es la producción y transmisión de cultura de manera crítica ("artibus litterisque colendis et provehendis").

Benedicto XVI sigue estrechamente la doctrina de Santo Tomás. En el discurso que iba a pronunciar en su visita al Studium Urbis, la antigua universidad de Roma que tiene la fortuna de llamarse "La Sapienza" [vat], repetía una fórmula del filósofo Jürgen Habermas, la sensibilidad por la verdad, como tarea universitaria, y específicamente de las facultades filosófica y teológica. Decía también: "¿Qué tiene que hacer o qué tiene que decir el Papa en la universidad? Seguramente no debe tratar de imponer a otros de modo autoritario la fe, que sólo puede ser donada en libertad... tiene la misión de mantener despierta la sensibilidad por la verdad; invitar una y otra vez a la razón a buscar la verdad, a buscar el bien, a buscar a Dios...". Estas últimas palabras, en que Benedicto encadena como tarea la búsqueda de la verdad y de Dios, como si fuesen términos que se implican, exigen otro comentario.

Es también tesis de Santo Tomás de Aquino que Dios es la primera y mayor verdad (non solum in ipso sit veritas, sed quod ipse sit ipsa summa et prima veritas). ¿Qué quiere decir esto, que Dios sea la verdad, via, veritas et vita? Muchas veces leemos que "hay que buscar la verdad, y puesto que Dios (o el Logos) es la Verdad, la primera tarea intelectual será buscar a Dios". Decir esto, a mi juicio, es un paralogismo. Es un error porque Dios no puede ser término de nuestra mente, que pueda hacerse igual (adaequare), como si la mente se divinizase: no, porque Dios no es una cosa (res). Y Santo Tomás lo dice: no sabemos qué es Dios (nos non scimus de Deo quid est, S.Th. Iª, q.2, a.1). El sentido de la tesis tomista de que Dios es la Verdad, es muy distinto al que usualmente quiere darse.

Dice Santo Tomás que la mente divina es medida y causa de todo lo que es, y de toda otra mente, y eso es el ser y el inteligir de Dios (suum intelligere est mensura et causa omnis alterius esse, et omnis alterius intellectus; et ipse est suum esse et intelligere) [CTh]. Pasaje muy difícil, de inconfundible ascendiente aristotélico, pero cuyo sentido es claro. Dios no es el término de nuestras mentes, sino causa de nuestras mentes; aunque esto no lo sabemos si no aceptamos que Dios existe, lo que está en discusión (otros dirán que la causa de nuestra mente es la materia, o que la mente es una propiedad intrínseca del universo). Tampoco sabemos si Dios sea algo muy distinto de una mente, que la mente humana no se pueda representar. Postular la analogía entre la mente humana y la divina supone el riesgo de hacer a Dios semejante al hombre, como si Dios fuese una inmensa mente cibernética que gobernase el universo. Algo hay de abusivo e injustificado en esta representación plástica de la divinidad, cuando la filosofía y la teología intentan apresar a Dios en un esquema. Por eso Dios no puede ser objeto de ninguna ciencia positiva, ni de ninguna facultad universitaria.

Una conclusión tan extrema debe justificarse. Recurro para eso a otro principio tomista donde la conclusión debe ser la misma: la lex aeterna (S.Th. I-IIª, q. 93) [CTh]. La ley eterna es la razón de la sabiduría divina. Dios ha constituído todas las cosas como su artífice (Deus per suam sapientiam conditor est universarum rerum, ad quas comparatur sicut artifex ad artificiata), y las gobierna en todas sus actividades (est etiam gubernator omnium actuum et motionum quae inveniuntur in singulis creaturis), y por eso la razón divina es ley (ratio divinae sapientiae moventis omnia ad debitum finem, obtinet rationem legis). Y dice Santo Tomás, con palabras de San Agustín: el conocimiento de la ley divina está impreso en nosotros (aeternae legis notio nobis impressa est).

La ley divina tampoco puede conocerse. Esto es un argumento al que expresamente contesta Santo Tomás (ibid. q. 93, a.2, ad 1): lo propio de Dios, no puede ser conocido por nosotros, pero se nos manifiesta por sus efectos (ea quae sunt Dei, in seipsis quidem cognosci a nobis non possunt, sed tamen in effectibus suis nobis manifestantur). Así, la ley eterna tampoco puede conocerse en directo, en sí misma, en la mente de Dios, sino que se infiere de la marcha del mundo y de la vida de los hombres (otros dirán que esa ley eterna se confunde con las leyes de la materia).

Esta es la anomalía de la ciencia teológica: que no puede conocer su objeto. Santo Tomás ha sentado el principio (S.Th. Iª, q.3) de que no podemos saber qué sea Dios, sino qué no sea (de Deo scire non possumus quid sit, sed quid non sit). Representar a Dios como una mente (causa de toda mente), o como gobernador del universo (constituyente de una ley eterna), son, sin embargo, metáforas poderosas que sugieren el verdadero lugar de Dios: el principio de la mente, no el término de la mente. "Qué sea Dios" (quid sit) será entonces una pregunta inválida, porque nuestra mente, que está después de Dios, no puede pensarlo (pero sí e converso: Dios sí puede pensarnos, porque está antes de nosotros).

Esto nos conduce a plantearnos cuál puede ser el objeto de esa pretendida ciencia teológica. Santo Tomás dice (S.Th. Iª, q.1., a.7) que el objeto de una ciencia es aquello de que habla (illud est subiectum scientiae, de quo est sermo in scientia), y define a la teología como un "hablar de Dios" (quasi sermo de Deo), por lo que no duda de que Dios sea el objeto de la teología (¿no sería extraño que fuese de otro modo?). Aquí mismo encontramos la solución a nuestra perplejidad. Dios no puede ser objeto de una ciencia positiva, porque no es una cosa a la que podamos dirigir nuestro pensamiento. Pero sí podemos hablar sobre Dios, en el sentido amplio de hablar: argumentar, razonar, explicar, demostrar... Toda la teología (las descomunales summae), es un continuo e inacabado hablar de Dios. Y por eso sea una ciencia que con predilección se inclina a los libros.

Benedicto XVI ha dicho cosas muy valiosas sobre el lugar de Dios en la universidad, en su discurso en el Collège des Bernardins [vat]. Toma como base de sus reflexiones a dos autores: a San Pablo, y su máxima «La pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida» (2 Cor 3, 6); y a Jean Leclercq, monje benedicto, del que sigue de cerca su libro L’amour des lettres et le desir de Dieu, que conviene leer [Sígueme]. Estudiamos la ciencia de Dios en los libros, en las Escrituras, pero el sentido de lo que se estudia (lo que está antes de los libros, y antes de nosotros mismos, que nos hace comprender) es Dios mismo, que no es un objeto positivo de la ciencia, sino el sentido de toda ciencia. Ese es el lugar posible de Dios en la universidad, según lo exponía Benedicto XVI en su bello discurso, que yo no me atrevo ahora a resumir.

Y por hoy ya está bien. Algunas notas me dejo en el tintero; queden para mejor ocasión. (La imagen de arriba es un testimonio gráfico de la bronca que se armó en La Sapienza, cuando los profesores y alumnos de la facultad de física protestaron por la invitación a que el papa diese una conferencia en la universidad, que debió cancelarse [Repubblica]).

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24 julio 2015

Documentos que prueban que Cervantes escribió el Quijote

El latinista Francisco Calero sostiene la tesis, sorprendente, de que el verdadero autor del Quijote no es Miguel de Cervantes, porque ni su falta de estudios, ni su género de vida, se lo hubiesen permitido, sino el humanista valenciano Luís Vives. Ya hemos hablado de eso [aquí]. Está bien que haya quien, como aquel Sócrates tábano de Atenas, nos estimule a repasar las noticias que ya damos por sabidas. Pero hay que mantener una posición realista, como la de Bertrand Russell, cuando observaba que confiamos en que la habitación no se desvanece cuando cerramos la puerta. Hay que confiar en que Cervantes escribió el Quijote, porque ese es el consensus communis omnium, y nada ha habido a lo largo de los siglos que lo desmienta. Para ordenar las ideas, en resumen, anoto aquí "algunos documentos que prueban que Cervantes escribió el Quijote". No se trata de hacer ninguna tesis doctoral, sino señalar lo que tenemos a la vista, como evidencia visible de la autoría cervantina. Tampoco podemos ser exhaustivos, lo que daría para un grosísimo volumen.

1. El propio testimonio de Miguel de Cervantes. Se encuentra, entre tantos otros lugares, en la primera línea del prólogo a las Novelas ejemplares: "Quisiera yo, si fuera posible, lector amantísimo, escusarme de escribir este prólogo, porque no me fue tan bien con el que puse en mi Don Quijote...".

2. El "donoso y grande escrutinio" (I, 6). Donde Cervantes elogia a sus amigos poetas, y habla de sí mismo (en boca del cura) como autor de la Galatea. Este capítulo 6 sólo pudo escribirse en fecha posterior a 1591, mucho más tarde que la muerte de Luís Vives, acaecida en 1540. Lo escribió Cervantes, sin duda.

3. El testimonio de Lope de Vega, rival de Cervantes. En una carta privada al duque de Sessa, de 1604:  “De poetas, no digo: buen siglo es este. Muchos están en ciernes para el año que viene pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote”. Este documento ya es una evidencia muy fuerte de la autoría cervantina.

4. El Quijote de Avellaneda. En sí mismo, el "fenómeno Avellaneda" sólo es explicable dando por supuesto que replica al Quijote de Cervantes. Aún se especula con la identidad de Avellaneda, aunque parece muy seguro que estaba cerca de Lope de Vega, de quien cuando menos se dice que sería el autor del prólogo. Tanto es así, que el profesor Calero se ve obligado a postular que Luís Vives sería, al mismo tiempo, autor de los dos Quijotes hasta ahora prohijados a Cervantes y Avellaneda, porque si no, no se explicaría la irrupción avellanesca. Tal artificio pone en evidencia que el Quijote de Avellaneda es evidencia poderosa de la autoría de Miguel de Cervantes, malgré tout.

5. El privilegio real. Parece mentira, pero es la evidencia más clara, a la vista de todos: "Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación que habíades compuesto un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, el cual os había costado mucho trabajo y era muy útil y provechoso, y nos pedistes y suplicastes os mandásemos dar licencia y facultad para le poder imprimir, y previlegio por el tiempo que fuésemos servidos, o como la nuestra merced fuese; lo cual visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hicieron las diligencias que la premática últimamente por Nos fecha sobre la impresión de los libros dispone, fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos, en la dicha razón, y Nos tuvímoslo por bien..." [CVC].

Creo que son documentos bastantes que prueban la autoría de Miguel de Cervantes del Quijote. Cualquier otra tesis habría de desmentirlos, lo que se nos antoja poco menos que imposible.

Imagen: Ninot Indultat de las Fallas de 2014 [Las Provincias].

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