15 mayo 2019

Un kantiano de la época de Sócrates

Sigo con Kant. Miguel García-Baró dice de la Crítica de la razón pura que, salvando pasajes difíciles, su argumento es fácil de seguir, y que la obra alcanza momentos de gran belleza intelectual. Por eso Ernst Cassirer decía también que la Crítica de la razón pura es genial tan sólo considerada como un monumento literario. Pero yo sólo soy un modesto lector de Kant. En mis "Notas a Immanuel Kant" [ver], una lectora, al hilo del imperativo categórico, y del deber de ser veraces, me recordaba la célebre réplica de Kant a la objeción de Benjamin Constant, objeción que discurría como sigue: 
"El principio moral según el cual es un deber decir la verdad, si se tomase de manera aislada e incondicionada, haría imposible toda sociedad. La prueba de ello la tenemos en las muy directas consecuencias que ha sacado de este principio un filósofo alemán, que llega a afirmar que sería un delito la mentira ante asesinos que os preguntasen si un amigo nuestro, al que persiguen, se ha refugiado en vuestra casa".
Kant le respondió en un breve artículo de revista, "Sobre un presunto derecho a mentir por filantropía" (Über ein vermeintes Recht aus Menschenliebe zu lügen, 1797), y su respuesta no pudo ser otra que no, que debemos ser veraces siempre y en toda circunstancia, cueste lo que cueste. "Es un sagrado mandato de la razón, incondicionalmente exigido, no limitado por la conveniencia, el ser veraz (sincero) en todas las declaraciones". Esto es lo que quiere decir lo categórico (lo indiscutible o incondicionado) del deber moral, porque nos viene dictado por la razón, no por las circunstancias prudenciales de tiempo o lugar. Pero esta es una de las ocasiones en que decimos que el pensamiento kantiano es contraintuitivo, porque parece ir contra el sentido moral de la gente corriente.

La respuesta kantiana obedece a un tipo universal, y tiene antecedentes. A mí me ha recordado la escena del diálogo platónico juvenil Eutifrón. Platón nos plantea un caso escolástico, que parece exagerado. Allí se nos cuenta que Sócrates, ya acusado, se encontró en los juzgados con un amigo, de nombre Eutifrón, que también está en los juzgados por otro asunto, nada menos que para denunciar a su propio padre por el homicidio de un jornalero de su finca. Más vale que le cedamos la palabra al personaje, para conocer la versión de los hechos de primera mano:
"En este caso, el muerto era un jornalero mío. Como explotamos una tierra en Naxos, estaba allí a sueldo con nosotros. Habiéndose emborrachado e irritado con uno de nuestros criados, lo degolló. Así pues, mi padre mandó atarlo de pies y manos y echarlo a una fosa, y envió aquí a un hombre para informarse del exegeta sobre qué debía hacer. En este tiempo se despreocupó del hombre atado y se olvidó de él en la idea de que, como homicida, no era cosa importante si moría. Es lo que sucedió. Por el hambre, el frío y las ataduras murió antes de que regresara el enviado al exegeta. A causa de esto, están irritados mi padre y los otros familiares porque yo, por este homicida, acuse a mi padre de homicidio; sin haberlo él matado, dicen ellos, y si incluso lo hubiera matado, al ser el muerto un homicida, no había necesidad de preocuparse por un hombre así. Pues es impío que un hijo lleve una acción judicial de homicidio contra su padre. Saben mal, Sócrates, cómo es lo divino acerca de lo pío y lo impío."
El mismo personaje informa a Sócrates que su familia pensaba que "es impío que un hijo lleve una acción judicial de homicidio contra su padre". Lo que más llama la atención es su excusa, que suena a versión kantiana barata:
"Es ridículo, Sócrates, que pienses que hay alguna diferencia en que sea extraño o sea familiar el muerto, y que, por el contrario, no pienses que es sólo necesario tener en cuenta si el que lo mató lo hizo justamente o no. Y si lo ha hecho justamente, dejar el asunto en paz; pero si no, perseguirlo, aunque el matador viva en el mismo hogar que tú y coma en la misma mesa. En efecto, la impureza es la misma, si, sabiéndolo, vives con él y no te libras de ella tú mismo y lo libras a él acusándole en justicia."
Este personaje parece repetir a Kant, argumentando que hay que ser veraz, ignorando las conveniencias. En realidad, la respuesta de Kant en su artículo de 1797 es mucho más matizada, aunque parezca dejarnos con la miel en los labios. En estas situaciones conflictivas, parecen entrar en contradicción deberes distintos: el de ser veraz, es cierto, pero también el deber de piedad filial (honora patrem tuum). Entonces deben conciliarse la ley de la libertad, la ley de la igualdad, y finalmente, las leyes civiles que aseguran la convivencia en la comunidad política; pero siempre salvando los deberes incondicionados, que son máximas universales para todos. Quien sepa leer entre líneas, descubre que Sócrates se quedó de piedra oyendo las insensateces de Eutrifrón, que no parecía tener una idea clara de sus deberes, como ciudadano, pero tampoco como hijo.

En el derecho moderno, el llamado encubrimiento entre parientes (artículo 454 del Código Penal español) exime precisamente de responsabilidad a los parientes más próximos del autor de un delito. Y por las mismas razones, la Ley de Enjuicimiento Criminal dice (en su artículo 261) que no están obligados a denunciar la perpetración de un delito público: "1.º El cónyuge del delincuente no separado legalmente o de hecho o la persona que conviva con él en análoga relación de afectividad. 2.º Los ascendientes y descendientes del delincuente y sus parientes colaterales hasta el segundo grado inclusive.". La razón es que a estos parientes no se les puede obligar a una conducta distinta de la de guardar silencio, o incluso encubrir al padre, al hijo, a los hermanos o al cónyuge, si hubiesen perpetrado un delito, porque entonces el deber de denunciar entra en conflicto con el deber de piedad familiar, frente al que cede. Razones como esta son las que desconocía aquel confundido personaje, Eutifrón.

Immanuel Kant seguramente no ignoraba que unos asesinos, que no están investidos de autoridad pública, carecen de legitimidad para arrancar una delación de un encubridor. Pero Kant no pensaba en la praxis impura, sino en el ideal puro. En sede racional, debe siempre preservarse el deber categórico de ser veraz. Más tarde habrá que ver cómo se resuelven las contradicciones en la práctica, que no son contradicciones en la razón legisladora.

He aprovechado estos días para leer a San Agustín, el obispo de Hipona. Sus lecciones morales, es sorprendente, no dicen nada distinto. El deber kantiano de ser veraces se funda inequívocamente en el octavo mandamiento de la Ley de Dios: No darás falso testimonio contra tu prójimo (Ex 20,16). San Agustín lo enseñó en su tratado sobre la mentira (De mendacio) [augustinus]. Algunos de sus pasajes dicen lo que siglos más tarde repite Kant. Léase:
"Otra cuestión mucho más importante y necesaria es saber si, alguna vez, puede ser útil la mentira. Porque los que piensan esto, presentan testimonios para probar su teoría (...) Y añaden, para apremiar a asentir, no solo a los versados en los Libros divinos, sino también a todos los hombres de sentido común: Si alguien recurriese a ti para que con una mentira lo libraras de la muerte, ¿acaso no mentirías? Si un enfermo te preguntara algo que no le conviene saber, y que además se agravaría si tú no le respondes nada, ¿osarías decir la verdad para ocasionarle la ruina o callarías antes que socorrer su salud con una honesta y misericordiosa mentira? Con esta y otras copiosísimas razones pretenden apremiarnos a que mintamos cuando lo exija el bien del prójimo (...) No habrá nadie tan insensato que diga que el Señor se preocupó de otra cosa que de la salvación eterna de los hombres cuando hizo lo que mandó y mandó lo que Él hizo. Por tanto, como mintiendo se pierde la vida eterna, nunca se ha de mentir para salvar la vida temporal de nadie."
Cum igitur mentiendo vita aeterna amittatur, nunquam pro cuiusquam temporali vita mentiendum est ("nunca se ha de mentir para salvar la vida de nadie"). Leyendo a San Agustín, yo no sabría decir si Agustín era kantiano sin saberlo, o más bien (y esto parece lo más seguro) si Immanuel Kant fue un agustiniano inconfeso. Kant se educó en su niñez en el pietismo, y más tarde, en la Albertus-Universität de Königsberg, vivió en el fragor de las contiendas teológicas reformadas, en que se oponía la teología racional e ilustrada al pietismo sentimental [rialp]. Allí la autoridad de Agustín, si no hubiese sido leído directamente, como mínimo sí que debía palparse en el ambiente. No en balde, Martin Luther, autor de un De servo arbitrio, fue fraile de la orden agustiniana. Immanuel Kant, situado en la órbita luterana, no tuvo más remedio que ser un heredero a su modo de la enseñanza de San Agustín. De nuevo tenemos que recordar el prólogo de la segunda edición de la Critik der reinen Vernunft, donde Kant afirma, en frase muy recordada, que "tuve pues que anular el saber, para reservar un sitio a la fe" (Ich mußte also das Wissen aufheben, um zum Glauben Platz zu bekommen). Es una sentencia en la que resuena el lema de San Agustin, inspirado en el profeta Isaías, Nisi credideritis, non intelligetis ("si no creeis, no entendereis"), pero vuelto del revés.

Immanuel Kant puede leerse como un Agustín de Hipona descafeinado, o "low cost". El caso es exactamente el inverso si leemos el tratado agustiniano De libero arbitrio. La angostura que sufrimos al leer a Kant, es desenvoltura, leyendo a Agustín. Suele describirse el pensamiento kantiano como el conocimiento de la mente finita. Es así, pero de una manera extraña. Primero, porque ¿cómo sabemos que nuestra mente es finita, si no la oponemos al infinito? Y segundo, ¿por qué negar el conocimiento del Ser infinito? La razón kantiana está troquelada en San Agustín, pero con desmembramiento de la trascendencia. Kant debe leerse en clave teológica, porque si no, no se entiende, o se entiende a medias. Una lectura puramente inmanente de Kant es deficitaria, porque el presupuesto del que parte Kant lo es (que no se pueda pensar a Dios).

Si estoy de humor, la próxima nota la dedicaré a Santo Tomás de Aquino, sobre este mismo asunto de la veracidad y de la mentira, y tal vez continúe luego con Kant.

Richard Swinburne, "Por qué Hume y Kant se equivocaron al rechazar la teología natural", en [dominicos].

(La traducción de Kant es de J. Alcoriza y A. Lastra. La traducción de Platón, de Julio Calonge Ruiz. Y la de San Agustín, de Ramiro Flórez, O.S.A.).


2 comentarios:

  1. Tremendamente interesante todo. Los antecedentes y la consecuencia. Muchísimas gracias.
    "Kant debe leerse en clave teológica". Como Hegel. Como Marx, probablemente. Teólogos que no podían sacar la teología, hoy como entonces pequeña y fea, a paseo : https://www.elviejotopo.com/topoexpress/tesis-de-filosofia-de-la-historia/
    Gracias mil por las pistas y los enlaces.
    La lectora

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    1. De nada, a mandar.

      Es cierto, no podemos nunca olvidarnos de la teología. Es mucho lo que nos perdemos. Aunque sea "ateológica" (o como se diga).

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